EL CENTRALISMO ESTATISTA

GASTON LEVAL (1895-1978), EL ESTADO EN LA HISTORIA

Lo que se llama centralismo es uno de los males más grandes que un análisis serio de la historia de las naciones puede reprochar al Estado. Ante todo, debemos ponernos de acuerdo sobre el valor de las palabras. No confundimos centralización y centralismo. Reconocemos que hay que centralizar, o más exactamente coordinar numerosas actividades que dependen inevitablemente y felizmente unas de otras. Eso viene dictado por la densidad creciente de la población y el aumento inevitable de las actividades humanas sobre el globo. Bakunin y Proudhon lo reconocían, pero oponían la centralización económica al centralismo político. Esto es una distinción fundamental.

Decir centralismo equivale a decir limitación intelectual, eclipse de las facultades preciosas que la naturaleza ha puesto en nosotres, abandono de la dignidad y reducción a la servidumbreSe dice con frecuencia que del federalismo que es la organización de abajo arriba de los hombres y de las cosas. Esto implica –la perogrullada es necesaria- la existencia de una base y de una cúspide. Esta última recibe las impulsiones, si no las directrices que le son transmitidas por el conjunto del cuerpo social. En fin de cuentas, se trata de un movimiento circulatorio en el que el todo actúa sobre las partes, y cada parte sobre el todo. Así se constituye un funcionamiento armonioso, se forma un circuito que engloba al conjunto.

En la organización de una sociedad federalista, el pensamiento, la voluntad de los individuos y de las colectividades está siempre presente; el espíritu público influye sobre aquellos que, gobernantes o delegados, toman o aplican decisiones. Pero este espíritu no puede existir efectivamente, ni tener volición, a menos que la potencia social se lo permita; si la atmósfera, las leyes, las costumbres, las prácticas de la vida, la moral dominante suponen cierta independencia y el conocimiento de los problemas. Estas condiciones son incompatibles con la transformación de los hombres en autómatas.

Esto es lo que produce el centralismo. Cuando por ejemplo estudiamos la formación y luego la existencia de grandes imperios, hay algo que observamos de inmediato: los rebaños humanos obedecen a jefes más o menos prestigiosos que, como Gengis Kan, Mahoma, César o Napoleón, los dirigen imperativamente. Estos pretenden ser obedecidos y de hecho lo son. Sus ejércitos combaten, destruyen, invaden, dominan, fluyen y refluyen como poderosas mareas, pero en ninguna parte aportan la libertad, el derecho, la justicia y cuanto concuerda con la dignidad del hombre[1].

El espíritu monolítico reina con la adaptación de los individuos para quienes el ruido de las armas es lo más importante. Bastarán algunos jefes (o uno sólo), bien o mal inspirados, que calculen, piensen, decidan quieran. Todo se reduce a él, o a ellos, todo depende de los mismos. Pero el mayor inconveniente está en que un solo hombre, por muy genial que sea, no puede abarcarlo todo, pues la vida es demasiado vasta o demasiado compleja; en que las multitudes que le siguen no ejercen o no desarrollan sus aptitudes creadoras, su capacidad de iniciativa, de recepción, de deducción, y que su comportamiento y su acción, ni responden a las necesidades, ni les permiten enfrentarse a los problemas de la sociedad.

Se produce una degradación de la calidad humana. A falta de rebeliones renovadoras, el centralismo avasalla, aspira y devora la vida colectiva. Sorbe en ellas las energías esenciales por la acción de la burocracia autoritaria encargada de ordenar de acuerdo con las instrucciones pasivamente recibidas, y de no tolerar que las iniciativas y las ideas fecundas se extiendan, lo que priva el organismo social de savia nutricia y acaba por esterilizarlo. Tarde o temprano, pero inecdutablemente aparecerá la esclerosis, empobreciendo, arruinando, en suma aniquilando.

Si se llega al fondo de las cosas, el centralismo no es un fin en sí mismo, sino un medio de dominación unilateral, por consiguiente, lo contrario de la libertad y de la vida. Donde hay descentralización o no centralización, hay posibilidad de pensar, de elegir, de actuar, de acuerdo con la autodirección conscientemente asumida tras el examen, el análisis y las conclusiones a que revierten.

Decir centralismo equivale a decir limitación intelectual, eclipse de las facultades preciosas que la naturaleza ha puesto en nosotres, abandono de la dignidad y reducción a la servidumbre. Parálisis cerebral, rebajamiento de los hombres y de los pueblos.

Sólo por la utilización de todos estos recursos debidamente estimulados por la puesta en práctica de todas las potencialidades que un país alcanza en la plenitud, por la resistencia necesaria por la opresión de la vida, la inteligencia y la voluntad. En el fondo el centralismo no da resultados positivos -¡y qué resultados!- más que por la guerra, cuando es necesario concentrar en un solo punto todas las bazas y golpear. Sin ninguna duda es por ello que en la historia de la humanidad va unido a las grandes masacres, y a los grandes masacradores, a las destrucciones colosales a la vez que a los despilfarros más fastuosos.

La autoridad no reemplaza al saber, pero favorece todavía menos a la libertad. En todo tiempo, si los reyes centralizadores pretendieron saberlo todo, dominarlo y decidirlo todo, pretendieron también al mismo tiempo impedir a sus rivales la utilización de esos mismos medios de acción. Un país centralista es un país donde priva la dominación de un solo hombre, o de un grupo de hombres, lo mismo si se trata de un reyezuelo africano que de un emperador chino.

En verdad que en el actual período histórico, y a consecuencia del progreso cívico y de la evolución de la conciencia humana, la mayoría de las naciones son teóricamente más o menos federalistas, lo que permite la coexistencia de etnias diferentes o el mantenimiento de una cierta unión entre subrazas cuya división haría de inmediato enemigas. El federalismo une a esas diversas variedades humanas por medio de legislaciones diversificadas de provincias, Estados, shires, comarcas, landers o cantones. Ello resuelve bastantes problemas gracias a la libertad de movimiento entre las diferentes aglomeraciones. Pero sabemos también que casi siempre el Estado centralista se reserva, aunque se llame federal, posibilidades de intervención en los territorios administrativos, y que la autonomía queda burlada cuando conviene a los intereses del Gobierno o a quienes lo conducen. Es necesario haber visto de cerca en las repúblicas latinoamericanas, la desenvoltura con que son pisoteados los derechos de la federación para comprender lo que hay de relativo en las concesiones teóricas.

En la historia, lo que se niega abiertamente, cuando no cínicamente por el derecho de la fuerza, puede repetirse constantemente, y hay que insistir en ello. Nada está nunca ganado de modo definitivo, todo puede quedar siempre sometido a revisión, pues en ese tipo de problemas, las posibilidades de renovación han sido con demasiada frecuencia agotadas o esterilizadas, y cuando las facultades creadoras quedan aniquiladas, el hombre no puede otra cosa que repetirse mecánicamente, a menos que las generaciones presentes olviden lo que hicieron las anteriores. No sabemos si Luis XIV decía “El Estado soy yo”; si lo decía enunciaba un hecho evidente, pues habia concentrado en su persona todas las autorizaciones de iniciativas y de acción de sus ministros y de sus funcionarios. Y se sabe hasta qué punto la centralización radical de ese déspota perjudicó al país sobre el que dominaba.
Añadimos que el centralismo puede ser ejercido por ciertas colectividades sobre colectividades más vastas, como ocurrió con el París jacobino pesando sobre el conjunto de Francia e imponiéndole su ley; del mismo modo, el partido bolchevique ruso imponiendo su centralismo y desfigurándolo luego en falso federalismo.

[1] Veamos cómo definía Niezsche a los fundadores de los grandes imperios y de los grandes Estados: “Un rebaño de bestias de presa, una raza de dueños y de conquistadores que, con toda su organización militar, y todo su poder de coerción se precipita con sus terribles mandíbulas sobre una población que le sobrepasa enormemente en número, pero que ha permanecido en estado inorgánico... Este es el origen del Estado.”
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