SEBASTIAN FAURE
Etimológicamente, la palabra “Anarquía” significa: estado de un pueblo y, más exactamente todavía, de un medio social sin Gobierno.
Como idea social y como realización efectiva, la Anarquía responde a un modus vivendi en el cual, desembarazado de toda sujeción legal y colectiva que tenga a su servicio la fuerza pública, el individuo no tendrá más obligaciones que las que le imponga su propia conciencia. Él poseerá la facultad de entregarse a las inspiraciones reflexivas de su iniciativa personal; gozará del drecho a probar todas las experiencias que se le muestren apetecibles o fecundas; se comprometerá libremente en los contratos de toda especie que, siempre temporarios y revocables o revisables, le ligarán a sus semejantes y, no queriendo hacer sufrir a nadie su autoridad, en justa reciprocidad se negará a soportar la autoridad de quienquiera que fuere. De este modo, soberano dueño de sí mismo, de la dirección que le plazca dar a su vida, del empleo que haga de sus facultades, de sus conocimientos, de su actividad productora, de sus relaciones de simpatía, de amistad y de amor, el individuo organizará su existencia como mejor le cuadre: irradiando en todos los sentidos, expandiéndose a su guisa, gozando, en todo género de cosas, de su plena y entera libertad, sin otros límites que los asignados por la libertad –plena y entera igualmente- de los demás individuos.
Este modus vivendi implica un régimen social del que quedará desterrada, de hecho y de derecho, toda idea de asalariador y asalariado, de capitalista y proletario, de amo y de criado, de gobernante y de gobernado.
Se concebirá que, así definida, la palabra “Anarquía” haya sido, insidiosamente y a la larga, desviada de su significación exacta; que haya sido tomada, sobre poco más o menos, en el sentido de “desorden” y que, en la mayor parte de los diccionarios y enciclopedias, no se haga mención más que de esta acepción: caos, trastorno, desquiciamiento, confusión, baturilla, atolladero, barullo, desorden.
Fuera de los anarquistas, todos los filósofos, todos los moralistas, todos los sociólogos –incluídos los teóricos demócratas y los doctrinarios socialistas- afirman que, en la ausencia de un Gobierno, de una legislación y de una represión que asegure el respeto a la ley y castigue toda infracción de ésta, no hay ni puede haber desorden y criminalidad.
Y, ¡sin embargo!... Moralistas y filósofos, hombres de Estado y sociólogos, ¿no se percatan del espantoso desorden que, a despecho de la autoridad que gobierna, y de la ley que reprime, reina en todos los estamentos? ¿Tan carentes están de sentido crítico y de espíritu de observación, al extremo de que desconozcan que: cuanto más aumenta la reglamentación, se estrecha la red de la legislación, se extiende el campo de la represión, más se multiplican la inmoralidad, la abyección, los delitos y los crímenes?
Es imposible que esos teóricos del “orden” y estos profesores de “moral” piensen, seria y honradamente, en confundir con los que ellos llaman el “orden” las atrocidades, los horrores, las monstruosidades, cuyo sublevante espectáculo la observación diaria pone ante nuestros ojos.
Y –si es que hay grados en la imposibilidad- es más imposible todavía que, para atenuar y a fortiori hacer desaparecer esas infamias, aquellos sabios doctores den por descontada la virtud de la Autoridad y la fuerza de la Ley.
Esta pretensión sería pura demencia.
La Ley no tiene más que un objeto: justificar en primer lugar y sancionar después todas las usurpaciones e iniquidades sobre las cuales descansa lo que los beneficiarios de esas iniquidades y usurpaciones llaman “el orden social”. Los detentadores de la riqueza han cristalizado en la ley la legitimidad original de su fortuna; los detentadores del Poder han elevado a la altura de un principio inmutable y sagrado el respeto debido por las muchedumbres a los privilegiados, al Poder y a la majestad con que se aureolan. Se puede escudriñar, hasta el fondo y los entresijos, el conjunto de esos monumentos de hipocresía y de violencia como son los Códigos, todos los Códigos; no se hallará una disposición que no esté a favor de estos dos hechos de orden histórico y circunstancial que se intenta convertir en hechos de orden natural y fatal: la Propiedad y la Autoridad. Yo abandono a los tartufos oficiales y a los profesionales del charlatanismo burgués todo aquello que, en la legislación se refiere a la “Moral”, no siendo ésta y no pudiendo ser, dentro de un estado social fundado en la Autoridad y la Propiedad, sino la humilde sierva y la desvergonzada cómplice de ésta y de aquélla.
A propósito de la palabra Anarquía, tomada en el sentido de desorden, parécenos muy del caso citar estas magníficas palabras de Piotr Kropotkin:
“¿De qué orden se trata? ¿Es el de la armonía con que soñamos, y a la cual aspiramos nosotres, les anarquistas?¿De la armonía que se establecerá libremente dentro de las relaciones humanas, cuando la humanidad deje de estar dividida en dos clases, una de las cuales está sacrificada en provecho de la otra?¿De la armonía que surgirá espontáneamente de la solidaridad de intereses, cuando todos los hombres formen una sola y misma familia, cuando cada uno trabaje con miras al bienestar de cada uno? ¡Evidentemente no! Quienes reprochan a la Anarquía de ser la negación del Orden, no hablan de aquella armonía del porvenir; hablan del orden tal y como se le concibe en nuestra sociedad actual. Veamos, pues, lo que es ese “Orden” que la Anarquía quiere destruir:
EL Orden en el día de hoy, lo que ellos entienden por “el Orden”, es las nueve décimas de la humanidad para proporcionar el lujo, los goces, la satisfacción de las pasiones más execrables a un puñado de haraganes. El Orden es la privación para esas nueve décimas de todo lo que constituye la condición necesaria de una vida higiénica, de un desenvolvimiento racional de las cualidades intelectuales. Reducir las nueve décimas partes de la humanidad al estado de bestias de carga viviendo al día, sin atreverse jamás a pensar en los goces suministrados al hombre por el estudio de las ciencias, por la creación artística. ¡He aquí “el Orden”!
El Orden es la miseria, el hambre convertida en el estado normal de la sociedad. Es el campesino irlandés muriendo de hambre; es el pueblo de Italia reducido a tener que abandonar su campiña lujuriante, para vagar a través de Europa en busca de un túnel cualquiera que perforar, de donde correrá el riesgo de morir aplastado, tras haber subsistido algunos meses más; es la tierra arrebatada al campesino para la recría del ganado o de la caza, que servirá de alimento a los ricos; es la tierra dejada sin cultivo antes que restituirla al que no pide nada mejor que cultivarla.
EL Orden es la mujer que se vende para sustentar a sus hijos; es el niño reducido a estar encerrado en una fábrica o a morir de inanición. Es el fantasma del pueblo sublevado a las puertas de los gobernantes.
(…) Y el desorden, lo que ellos llaman desorden: es el levantamiento del pueblo contra ese orden innoble, rompiendo sus cadenas, destruyendo sus trabas y yendo hacia un porvenir mejor; es lo que la humanidad tiene más glorioso en la historia; es la rebelión del pensamiento en la víspera de las revoluciones; es el derrocamiento de las hipótesis sancionadas por la inmovilidad de los siglos precedentes; es la eclosión de todo un raudal de ideas nuevas, de invenciones audaces, es la solución de los problemas de la ciencia. (…) El desorden es la insurrección de los campesinos sublevados contra los curas y los señores, quemando los castillos para dejar sitio a las cabañas, saliendo de sus guaridas para tomar su sitio al sol.
El desorden, lo que llaman el desorden, lo son las épocas durante las cuales generaciones enteras soportan una lucha incesante y se sacrifican para preparar a la humanidad una existencia mejor, desembarazándola de las servidumbres del pasado. Lo son las épocas durante las cuales el genio popular cobra su libre desarrollo y da, en pocos años, pasos gigantescos sin los cuales el hombre hubiese permanecido en el estado de esclavo antiguo, de ser rastrero, de animal envilecido en la miseria.
El desorden es el nacimiento y el despertar de las más bellas pasiones y de las mayores abnegaciones; ¡es la epopeya del supremo amor de la humanidad!”
Etimológicamente, la palabra “Anarquía” significa: estado de un pueblo y, más exactamente todavía, de un medio social sin Gobierno.
Como idea social y como realización efectiva, la Anarquía responde a un modus vivendi en el cual, desembarazado de toda sujeción legal y colectiva que tenga a su servicio la fuerza pública, el individuo no tendrá más obligaciones que las que le imponga su propia conciencia. Él poseerá la facultad de entregarse a las inspiraciones reflexivas de su iniciativa personal; gozará del drecho a probar todas las experiencias que se le muestren apetecibles o fecundas; se comprometerá libremente en los contratos de toda especie que, siempre temporarios y revocables o revisables, le ligarán a sus semejantes y, no queriendo hacer sufrir a nadie su autoridad, en justa reciprocidad se negará a soportar la autoridad de quienquiera que fuere. De este modo, soberano dueño de sí mismo, de la dirección que le plazca dar a su vida, del empleo que haga de sus facultades, de sus conocimientos, de su actividad productora, de sus relaciones de simpatía, de amistad y de amor, el individuo organizará su existencia como mejor le cuadre: irradiando en todos los sentidos, expandiéndose a su guisa, gozando, en todo género de cosas, de su plena y entera libertad, sin otros límites que los asignados por la libertad –plena y entera igualmente- de los demás individuos.
Este modus vivendi implica un régimen social del que quedará desterrada, de hecho y de derecho, toda idea de asalariador y asalariado, de capitalista y proletario, de amo y de criado, de gobernante y de gobernado.
Se concebirá que, así definida, la palabra “Anarquía” haya sido, insidiosamente y a la larga, desviada de su significación exacta; que haya sido tomada, sobre poco más o menos, en el sentido de “desorden” y que, en la mayor parte de los diccionarios y enciclopedias, no se haga mención más que de esta acepción: caos, trastorno, desquiciamiento, confusión, baturilla, atolladero, barullo, desorden.
Fuera de los anarquistas, todos los filósofos, todos los moralistas, todos los sociólogos –incluídos los teóricos demócratas y los doctrinarios socialistas- afirman que, en la ausencia de un Gobierno, de una legislación y de una represión que asegure el respeto a la ley y castigue toda infracción de ésta, no hay ni puede haber desorden y criminalidad.
Y, ¡sin embargo!... Moralistas y filósofos, hombres de Estado y sociólogos, ¿no se percatan del espantoso desorden que, a despecho de la autoridad que gobierna, y de la ley que reprime, reina en todos los estamentos? ¿Tan carentes están de sentido crítico y de espíritu de observación, al extremo de que desconozcan que: cuanto más aumenta la reglamentación, se estrecha la red de la legislación, se extiende el campo de la represión, más se multiplican la inmoralidad, la abyección, los delitos y los crímenes?
Es imposible que esos teóricos del “orden” y estos profesores de “moral” piensen, seria y honradamente, en confundir con los que ellos llaman el “orden” las atrocidades, los horrores, las monstruosidades, cuyo sublevante espectáculo la observación diaria pone ante nuestros ojos.
Y –si es que hay grados en la imposibilidad- es más imposible todavía que, para atenuar y a fortiori hacer desaparecer esas infamias, aquellos sabios doctores den por descontada la virtud de la Autoridad y la fuerza de la Ley.
Esta pretensión sería pura demencia.
La Ley no tiene más que un objeto: justificar en primer lugar y sancionar después todas las usurpaciones e iniquidades sobre las cuales descansa lo que los beneficiarios de esas iniquidades y usurpaciones llaman “el orden social”. Los detentadores de la riqueza han cristalizado en la ley la legitimidad original de su fortuna; los detentadores del Poder han elevado a la altura de un principio inmutable y sagrado el respeto debido por las muchedumbres a los privilegiados, al Poder y a la majestad con que se aureolan. Se puede escudriñar, hasta el fondo y los entresijos, el conjunto de esos monumentos de hipocresía y de violencia como son los Códigos, todos los Códigos; no se hallará una disposición que no esté a favor de estos dos hechos de orden histórico y circunstancial que se intenta convertir en hechos de orden natural y fatal: la Propiedad y la Autoridad. Yo abandono a los tartufos oficiales y a los profesionales del charlatanismo burgués todo aquello que, en la legislación se refiere a la “Moral”, no siendo ésta y no pudiendo ser, dentro de un estado social fundado en la Autoridad y la Propiedad, sino la humilde sierva y la desvergonzada cómplice de ésta y de aquélla.
A propósito de la palabra Anarquía, tomada en el sentido de desorden, parécenos muy del caso citar estas magníficas palabras de Piotr Kropotkin:
“¿De qué orden se trata? ¿Es el de la armonía con que soñamos, y a la cual aspiramos nosotres, les anarquistas?¿De la armonía que se establecerá libremente dentro de las relaciones humanas, cuando la humanidad deje de estar dividida en dos clases, una de las cuales está sacrificada en provecho de la otra?¿De la armonía que surgirá espontáneamente de la solidaridad de intereses, cuando todos los hombres formen una sola y misma familia, cuando cada uno trabaje con miras al bienestar de cada uno? ¡Evidentemente no! Quienes reprochan a la Anarquía de ser la negación del Orden, no hablan de aquella armonía del porvenir; hablan del orden tal y como se le concibe en nuestra sociedad actual. Veamos, pues, lo que es ese “Orden” que la Anarquía quiere destruir:
EL Orden en el día de hoy, lo que ellos entienden por “el Orden”, es las nueve décimas de la humanidad para proporcionar el lujo, los goces, la satisfacción de las pasiones más execrables a un puñado de haraganes. El Orden es la privación para esas nueve décimas de todo lo que constituye la condición necesaria de una vida higiénica, de un desenvolvimiento racional de las cualidades intelectuales. Reducir las nueve décimas partes de la humanidad al estado de bestias de carga viviendo al día, sin atreverse jamás a pensar en los goces suministrados al hombre por el estudio de las ciencias, por la creación artística. ¡He aquí “el Orden”!
El Orden es la miseria, el hambre convertida en el estado normal de la sociedad. Es el campesino irlandés muriendo de hambre; es el pueblo de Italia reducido a tener que abandonar su campiña lujuriante, para vagar a través de Europa en busca de un túnel cualquiera que perforar, de donde correrá el riesgo de morir aplastado, tras haber subsistido algunos meses más; es la tierra arrebatada al campesino para la recría del ganado o de la caza, que servirá de alimento a los ricos; es la tierra dejada sin cultivo antes que restituirla al que no pide nada mejor que cultivarla.
EL Orden es la mujer que se vende para sustentar a sus hijos; es el niño reducido a estar encerrado en una fábrica o a morir de inanición. Es el fantasma del pueblo sublevado a las puertas de los gobernantes.
(…) Y el desorden, lo que ellos llaman desorden: es el levantamiento del pueblo contra ese orden innoble, rompiendo sus cadenas, destruyendo sus trabas y yendo hacia un porvenir mejor; es lo que la humanidad tiene más glorioso en la historia; es la rebelión del pensamiento en la víspera de las revoluciones; es el derrocamiento de las hipótesis sancionadas por la inmovilidad de los siglos precedentes; es la eclosión de todo un raudal de ideas nuevas, de invenciones audaces, es la solución de los problemas de la ciencia. (…) El desorden es la insurrección de los campesinos sublevados contra los curas y los señores, quemando los castillos para dejar sitio a las cabañas, saliendo de sus guaridas para tomar su sitio al sol.
El desorden, lo que llaman el desorden, lo son las épocas durante las cuales generaciones enteras soportan una lucha incesante y se sacrifican para preparar a la humanidad una existencia mejor, desembarazándola de las servidumbres del pasado. Lo son las épocas durante las cuales el genio popular cobra su libre desarrollo y da, en pocos años, pasos gigantescos sin los cuales el hombre hubiese permanecido en el estado de esclavo antiguo, de ser rastrero, de animal envilecido en la miseria.
El desorden es el nacimiento y el despertar de las más bellas pasiones y de las mayores abnegaciones; ¡es la epopeya del supremo amor de la humanidad!”