Angel J. Cappelletti
Pierre Joseph Proudhon nace en Francia en 1809 y muere en 1865. Sus obras más conocidas son ¿Qué es la Propiedad? (1840), Filosofía de la Miseria (1846) y El principio federativo (1863). Es considerado uno de los primeros teóricos del anarquismo.
La revolución de 1789 consagró tres principios, como concreción de su idea de justicia: 1) la soberanía de la voluntad humana, 2) la desigualdad de rangos y fortunas, y 3) la propiedad. Se trata de averiguar si dichos principios están o no de acuerdo con la noción primitiva y originaria de lo justo; si constituye una deducción necesaria, que se manifiesta de diferentes maneras según las circunstancias, o si, por el contrario, son el mero producto de una lamentable asociación de ideas. «¿La autoridad del hombre sobre el hombre es justa? Todo el mundo responde: No; la autoridad del hombre sobre el hombre no es más que la autoridad de la ley, la cual debe ser justicia y verdad. La voluntad privada no cuenta para nada en el gobierno, que se reduce, por una parte, a descubrir lo que es verdadero y justo, para hacer la ley; por otra, a supervisar la ejecución de la ley... ¿La desigualdad política y civil es justa? Unos responde sí; otros, no... ¿La propiedad es justa? Todo el mundo responde sin vacilar: Sí, la propiedad es justa». Ahora bien, dice Proudhon, ateniéndose a la última cuestión planteada, en la cual se resumen las otras dos, todos los argumentos excogitados para defender la propiedad concluyen siempre y necesariamente en la igualdad, es decir, en la negación de la propiedad. Con una dialéctica muy característica, intenta demostrar que los razonamientos de sus adversarios prueban precisamente lo contrario de lo que pretenden. Si quieren probar que el derecho de propiedad se funda en la ocupación, Proudhon demostrará que el mismo derecho de ocupación impide la propiedad; si desean basar la propiedad sobre el trabajo y el talento, él hará ver que el derecho que confiere el trabajo y el talento destruye justamente la propiedad. La propiedad puede manifestarse para él como un accidente, pero es matemáticamente imposible, y si se tiene en cuenta su origen, fácil será pronosticar su próxima desaparición.
La definición de propiedad que da el derecho romano (a la cual se reducen también las que encontramos en la “Declaración de los derechos del hombre” y en el “Código” napoleónico) es: ius utendi et abutendi re sua, quatenus iuris ratio patitur (derecho de usar y de abusar de una cosa suya, en cuanto lo tolera la razón del derecho). Se ha pretendido explicar el término «abutendi» (de abusar) diciendo que expresa sólo el dominio absoluto, pero no el abuso inmoral. Lo cierto es, dice Proudhon, que en materia de propiedad uso y abuso necesariamente se confunden. Para él, como veremos enseguida, en la noción misma de «propiedad» está implicada la idea del «abuso». En efecto, el eje sobre el cual gira la crítica proudhoniana de la propiedad está en su particular interpretación de la distinción (por lo demás, corriente en el derecho civil) entre propiedad pura y simple (nuda propiedad) y posesión. Al llevar hasta sus últimas consecuencias la oposición entre ambos conceptos, encuentra la clave crítico-sistemática de toda su doctrina socialista.
En una casa hoy un propietario y un poseedor, que es quien la habita (el inquilino). Trasladando el ejemplo al terreno sexual, puede decirse que el marido de una mujer tiene la propiedad de la misma, mientras el amante la posesión. En términos generales, la propiedad implica un dominio absoluto y total, que alcanza al ser mismo y a la sustancia de la cosa; la posesión, en cambio, supone sólo el uso, tiene un carácter relativo y no se ejerce sino sobre los accidentes del objeto. La propiedad es perpetua; la posesión temporal. La propiedad, erigida en principio fundamental, deriva hacia una concepción absolutista de la sociedad; la posesión, considerada como norma, conduce, en cambio, a una visión libertaria de la convivencia humana.
En la famosa “Declaración de los derechos del hombre”, surgida de la revolución francesa, se consideran como derechos naturales e imprescriptibles la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad. Para Proudhon la libertad es, sin duda, un derecho absoluto, porque constituye una condición sine qua non de la existencia humana. La igualdad lo es también, porque sin ella no hay sociedad. La seguridad debe asimismo ser reconocida como tal, porque a los ojos de todo hombre la propia vida y la propia libertad resultan tan preciosas como la de otro hombre cualquiera. Pero la propiedad, adorada por todos, no es, de hecho, reconocida por nadie: leyes, costumbres, conciencia pública y privada, todo conspira a su muerte y a su ruina. Basta tener en cuenta el significado de los impuestos proporcionales que, desde el punto de vista del derecho absoluto de propiedad, constituyen una verdadera violación de la justicia.
«La conspiración contra la propiedad es general, es flagrante, anima a todos los espíritus e inspira todas nuestras leyes; vive en el fondo de todas las teorías». En realidad, se trata de una conspiración instintiva que se manifiesta en todas partes, desde las legislaciones antiguas (egipcios, judíos, Minos, Licurgo, pitagóricos y terapeutas) hasta los modernos economistas (J. B. Say, Blanqui), legistas (Rossi) y financistas (saint-simonianos, fourieristas) (“Deuxième Avertissement aux propriétaires”). La propiedad viene a ser un derecho que se establece al margen de la sociedad y contra ella, un verdadero derecho antisocial: «Propiedad y sociedad son dos cosas que se rechazan invenciblemente entre sí: es tan imposible asociar a dos propietarios como unir dos imanes por sus polos semejantes. Es preciso que perezca la sociedad o que ella dé muerte a la propiedad». De hecho, la segunda alternativa está abriéndose paso por doquiera: «La propiedad es mala, pero la propiedad se destruye; tal es, bajo la mano de la Providencia, la ley universal de las cosas humanas: delito y pena, acción y reacción». Y, sin duda, Proudhon se propone colaborar con la Providencia cuando en una carta a su amigo Ackermann, expone el 12 de febrero de 1840 su programa de lucha: «Es preciso que yo mate en un duelo sin cuartel a la desigualdad y la propiedad».
A los ojos de Bonaparte, que para Proudhon, era «el hombre más personalista y voluntarioso que nunca existió», «la propiedad debía ser el primero de los derechos así como la sumisión a la autoridad era el más santo de los deberes». Ahora bien, esta frase del déspota militar nos dará la clave del pensamiento de ese «Espartaco de la inteligencia» que fue Proudhon: El dominio sobre los hombres (la soberanía) es siempre paralelo al dominio sobre las cosas (la propiedad) y resulta muy significativo que quien quiso construir un Imperio universal se erigiera en campeón de la propiedad privada. Como dice muy bien Bernard Voyenne, para Proudhon, «entre la propiedad y el poder hay vínculos constantes. Poseer es la fuente del poder y, viceversa, el que es dueño de la propiedad dirige, al garantizarlo, el reparto de bienes».
La propiedad es fundamentada por muchos filósofos y economistas en el derecho de ocupación o del primer ocupante, el cual deriva de la posesión actual y efectiva de la cosa. Ahora bien, tal derecho (arguye Proudhon) sólo puede considerarse legítimo en la medida en que es recíproco, esto es, en la medida en que cada hombre lo reconoce en todos los demás. Cicerón, en el pasaje más filosófico que la antigüedad nos ha legado sobre el tema, compara la tierra con un amplio teatro que es común a todos los habitantes de la ciudad, pero en el cual cada uno ocupa un lugar que puede considerar suyo. Se trata, evidentemente, de un lugar «poseído» pero no «apropiado». Tal comparación -concluye Proudhon con agudeza- anula la propiedad y supone la igualdad. «¿Puedo yo acaso en un teatro -se pregunta- ocupar simultáneamente un lugar en la platea, otro en los palcos y un tercero en las galerías? No, a menos de tener tres cuerpos, como Gerión, o de existir al mismo tiempo en diferentes lugares, como se cuenta del mago Apolonio». Así, el axioma ciceroniano «suum quidque cuiusque sit», significa, para Proudhon, que nadie tiene derecho más que a lo que es suficiente o, en otros términos, que a cada uno nos corresponde no lo que podemos poseer, sino lo que tenemos derecho a poseer. ¿Y qué es (se dirá) lo que tenemos derecho a poseer? «Lo que es suficiente para nuestro trabajo y para nuestro consumo», contestará Proudhon. Como la ocupación debe considerarse, según lo dicho, una pura permisión o tolerancia, si la tolerancia es mutua (y no puede dejar de serlo, sin evidente injusticia), las posesiones deben ser siempre iguales. Un filósofo del derecho, Grocio, explica el origen de la propiedad privada diciendo que todos los bienes eran al principio comunes, pero que la guerra y la conquista primero y los tratados después originaron la división del patrimonio colectivo entre los individuos. «Pero, o tales tratados establecieron partes iguales (para todos), de acuerdo con la comunidad originaria, única regla de distribución que los primeros hombres podrían conocer, única forma de justicia que podían concebir, y entonces se vuelve a presentar la cuestión inicial: ¿cómo un poco más tarde desapareció la igualdad?, o bien esos tratados y contratos fueron impuestos por la fuerza y aceptados por la debilidad, y en tal caso son nulos, el consentimiento de la sociedad no los convalida, y vivimos en un estado permanente de iniquidad y de fraude», replica con férrea lógica Proudhon. Otros filósofos contemporáneos proponen fundamentaciones un tanto más sutiles de la propiedad. Entre ellos el defensor del «common sense», Reid y el ideólogo Destutt de Tracy. Según éste último, el fundamento de la propiedad ha de buscarse en la personalidad misma del hombre. Ante tal explicación, más apta quizás para seducir a un espíritu filosófico que todas las otras, Proudhon no deja de señalar la confusión en la cual se basa, a saber, la ilegítima identificación de todo cuanto el hombre puede y suele llamar «mío» con la persona misma. Gracias a ella llegó el hombre a considerar las cosas que usaba como su propiedad, es decir, como una parte de sí mismo, como un miembro de su cuerpo, como una facultad de su alma. Proudhon rechaza con vigor este patológico antropocentrismo. En él, según bien lo ha señalado De Lubac, el culto de la humanidad, tan común entre los socialistas de la época, es remplazado por el culto de la justicia, como armonía que trasciende al hombre y que hace posible precisamente la existencia humana. Si el hombre no es dueño de sí mismo -dice con un tono ascético que parece también muy acorde con el pitagorismo- ¿cómo habrá de serlo de lo que lo rodea? Que use en buena hora las cosas de la naturaleza, pero que renuncie a la pretensión de apropiárselas y que tenga siempre presente que el título de «propietario» no se le atribuye sino por metáfora. Destutt de Tracy confunde, pues, según Proudhon, los bienes exteriores (de la naturaleza o del arte) con las potencias o facultades del hombre, y llama a unos y otras «propiedades». Confunde -podría decirse- el tener con el ser.
Ecléctico Cousin, pontífice de la filosofía académica de la época, y el famoso jurisconsulto Pothier, quien parece creer que la propiedad, como la realeza, es una institución de derecho divino, son también objeto de las refutaciones de Proudhon. Según él, los hombres vivían al principio en una comunidad, positiva o negativa. No había allí, por tanto, propiedad, ya que ni siquiera había posesión privada. Después, ante la necesidad de acrecentar la producción, se convino en que el trabajador sería el único propietario del fruto de su trabajo, lo cual supone una convención declaratoria de que, en adelante, nadie podría vivir sin trabajar. Para obtener igualdad de bienes se necesitaba, según esto, igual trabajo, y para lograr igual trabajo era indispensable contar con iguales medios de producción. Quienquiera que se apoderara, por la fuerza o por la astucia, del producto del trabajo ajeno, se colocaba fuera de la ley, por violar el principio de igualdad. Asimismo, cualquiera que, so pretexto de producir más, acaparara los medios de producción, atentaba contra la igualdad y contra la ley.La igualdad constituía, en efecto, la expresión del derecho, y quien no la respetaba cometía una injusticia. En este momento nació la posesión privada, el derecho al producto del propio trabajo, pero de ninguna manera todavía el derecho a la tierra, es decir, a los medios de producción. Así lo comprendieron los antiguos árabes, y, según el testimonio de César y de Tácito, también los primitivos germanos. El salto ilegítimo se produjo cuando la mera posesión del suelo se convirtió en propiedad o derecho absoluto sobre la tierra. ¿Cómo un reparto, realizado simplemente para facilitar la explotación y el trabajo, se pregunta Proudhon, podría haber fundado un derecho transmisible de propiedad para cada uno sobre una cosa sobre la cual todos tenían un inalienable derecho de posesión y de uso? Es claro que no puede haber transaciones -dice- en torno a un derecho natural.
Pierre Joseph Proudhon nace en Francia en 1809 y muere en 1865. Sus obras más conocidas son ¿Qué es la Propiedad? (1840), Filosofía de la Miseria (1846) y El principio federativo (1863). Es considerado uno de los primeros teóricos del anarquismo.
La revolución de 1789 consagró tres principios, como concreción de su idea de justicia: 1) la soberanía de la voluntad humana, 2) la desigualdad de rangos y fortunas, y 3) la propiedad. Se trata de averiguar si dichos principios están o no de acuerdo con la noción primitiva y originaria de lo justo; si constituye una deducción necesaria, que se manifiesta de diferentes maneras según las circunstancias, o si, por el contrario, son el mero producto de una lamentable asociación de ideas. «¿La autoridad del hombre sobre el hombre es justa? Todo el mundo responde: No; la autoridad del hombre sobre el hombre no es más que la autoridad de la ley, la cual debe ser justicia y verdad. La voluntad privada no cuenta para nada en el gobierno, que se reduce, por una parte, a descubrir lo que es verdadero y justo, para hacer la ley; por otra, a supervisar la ejecución de la ley... ¿La desigualdad política y civil es justa? Unos responde sí; otros, no... ¿La propiedad es justa? Todo el mundo responde sin vacilar: Sí, la propiedad es justa». Ahora bien, dice Proudhon, ateniéndose a la última cuestión planteada, en la cual se resumen las otras dos, todos los argumentos excogitados para defender la propiedad concluyen siempre y necesariamente en la igualdad, es decir, en la negación de la propiedad. Con una dialéctica muy característica, intenta demostrar que los razonamientos de sus adversarios prueban precisamente lo contrario de lo que pretenden. Si quieren probar que el derecho de propiedad se funda en la ocupación, Proudhon demostrará que el mismo derecho de ocupación impide la propiedad; si desean basar la propiedad sobre el trabajo y el talento, él hará ver que el derecho que confiere el trabajo y el talento destruye justamente la propiedad. La propiedad puede manifestarse para él como un accidente, pero es matemáticamente imposible, y si se tiene en cuenta su origen, fácil será pronosticar su próxima desaparición.
La definición de propiedad que da el derecho romano (a la cual se reducen también las que encontramos en la “Declaración de los derechos del hombre” y en el “Código” napoleónico) es: ius utendi et abutendi re sua, quatenus iuris ratio patitur (derecho de usar y de abusar de una cosa suya, en cuanto lo tolera la razón del derecho). Se ha pretendido explicar el término «abutendi» (de abusar) diciendo que expresa sólo el dominio absoluto, pero no el abuso inmoral. Lo cierto es, dice Proudhon, que en materia de propiedad uso y abuso necesariamente se confunden. Para él, como veremos enseguida, en la noción misma de «propiedad» está implicada la idea del «abuso». En efecto, el eje sobre el cual gira la crítica proudhoniana de la propiedad está en su particular interpretación de la distinción (por lo demás, corriente en el derecho civil) entre propiedad pura y simple (nuda propiedad) y posesión. Al llevar hasta sus últimas consecuencias la oposición entre ambos conceptos, encuentra la clave crítico-sistemática de toda su doctrina socialista.
En una casa hoy un propietario y un poseedor, que es quien la habita (el inquilino). Trasladando el ejemplo al terreno sexual, puede decirse que el marido de una mujer tiene la propiedad de la misma, mientras el amante la posesión. En términos generales, la propiedad implica un dominio absoluto y total, que alcanza al ser mismo y a la sustancia de la cosa; la posesión, en cambio, supone sólo el uso, tiene un carácter relativo y no se ejerce sino sobre los accidentes del objeto. La propiedad es perpetua; la posesión temporal. La propiedad, erigida en principio fundamental, deriva hacia una concepción absolutista de la sociedad; la posesión, considerada como norma, conduce, en cambio, a una visión libertaria de la convivencia humana.
En la famosa “Declaración de los derechos del hombre”, surgida de la revolución francesa, se consideran como derechos naturales e imprescriptibles la libertad, la igualdad, la propiedad y la seguridad. Para Proudhon la libertad es, sin duda, un derecho absoluto, porque constituye una condición sine qua non de la existencia humana. La igualdad lo es también, porque sin ella no hay sociedad. La seguridad debe asimismo ser reconocida como tal, porque a los ojos de todo hombre la propia vida y la propia libertad resultan tan preciosas como la de otro hombre cualquiera. Pero la propiedad, adorada por todos, no es, de hecho, reconocida por nadie: leyes, costumbres, conciencia pública y privada, todo conspira a su muerte y a su ruina. Basta tener en cuenta el significado de los impuestos proporcionales que, desde el punto de vista del derecho absoluto de propiedad, constituyen una verdadera violación de la justicia.
«La conspiración contra la propiedad es general, es flagrante, anima a todos los espíritus e inspira todas nuestras leyes; vive en el fondo de todas las teorías». En realidad, se trata de una conspiración instintiva que se manifiesta en todas partes, desde las legislaciones antiguas (egipcios, judíos, Minos, Licurgo, pitagóricos y terapeutas) hasta los modernos economistas (J. B. Say, Blanqui), legistas (Rossi) y financistas (saint-simonianos, fourieristas) (“Deuxième Avertissement aux propriétaires”). La propiedad viene a ser un derecho que se establece al margen de la sociedad y contra ella, un verdadero derecho antisocial: «Propiedad y sociedad son dos cosas que se rechazan invenciblemente entre sí: es tan imposible asociar a dos propietarios como unir dos imanes por sus polos semejantes. Es preciso que perezca la sociedad o que ella dé muerte a la propiedad». De hecho, la segunda alternativa está abriéndose paso por doquiera: «La propiedad es mala, pero la propiedad se destruye; tal es, bajo la mano de la Providencia, la ley universal de las cosas humanas: delito y pena, acción y reacción». Y, sin duda, Proudhon se propone colaborar con la Providencia cuando en una carta a su amigo Ackermann, expone el 12 de febrero de 1840 su programa de lucha: «Es preciso que yo mate en un duelo sin cuartel a la desigualdad y la propiedad».
A los ojos de Bonaparte, que para Proudhon, era «el hombre más personalista y voluntarioso que nunca existió», «la propiedad debía ser el primero de los derechos así como la sumisión a la autoridad era el más santo de los deberes». Ahora bien, esta frase del déspota militar nos dará la clave del pensamiento de ese «Espartaco de la inteligencia» que fue Proudhon: El dominio sobre los hombres (la soberanía) es siempre paralelo al dominio sobre las cosas (la propiedad) y resulta muy significativo que quien quiso construir un Imperio universal se erigiera en campeón de la propiedad privada. Como dice muy bien Bernard Voyenne, para Proudhon, «entre la propiedad y el poder hay vínculos constantes. Poseer es la fuente del poder y, viceversa, el que es dueño de la propiedad dirige, al garantizarlo, el reparto de bienes».
La propiedad es fundamentada por muchos filósofos y economistas en el derecho de ocupación o del primer ocupante, el cual deriva de la posesión actual y efectiva de la cosa. Ahora bien, tal derecho (arguye Proudhon) sólo puede considerarse legítimo en la medida en que es recíproco, esto es, en la medida en que cada hombre lo reconoce en todos los demás. Cicerón, en el pasaje más filosófico que la antigüedad nos ha legado sobre el tema, compara la tierra con un amplio teatro que es común a todos los habitantes de la ciudad, pero en el cual cada uno ocupa un lugar que puede considerar suyo. Se trata, evidentemente, de un lugar «poseído» pero no «apropiado». Tal comparación -concluye Proudhon con agudeza- anula la propiedad y supone la igualdad. «¿Puedo yo acaso en un teatro -se pregunta- ocupar simultáneamente un lugar en la platea, otro en los palcos y un tercero en las galerías? No, a menos de tener tres cuerpos, como Gerión, o de existir al mismo tiempo en diferentes lugares, como se cuenta del mago Apolonio». Así, el axioma ciceroniano «suum quidque cuiusque sit», significa, para Proudhon, que nadie tiene derecho más que a lo que es suficiente o, en otros términos, que a cada uno nos corresponde no lo que podemos poseer, sino lo que tenemos derecho a poseer. ¿Y qué es (se dirá) lo que tenemos derecho a poseer? «Lo que es suficiente para nuestro trabajo y para nuestro consumo», contestará Proudhon. Como la ocupación debe considerarse, según lo dicho, una pura permisión o tolerancia, si la tolerancia es mutua (y no puede dejar de serlo, sin evidente injusticia), las posesiones deben ser siempre iguales. Un filósofo del derecho, Grocio, explica el origen de la propiedad privada diciendo que todos los bienes eran al principio comunes, pero que la guerra y la conquista primero y los tratados después originaron la división del patrimonio colectivo entre los individuos. «Pero, o tales tratados establecieron partes iguales (para todos), de acuerdo con la comunidad originaria, única regla de distribución que los primeros hombres podrían conocer, única forma de justicia que podían concebir, y entonces se vuelve a presentar la cuestión inicial: ¿cómo un poco más tarde desapareció la igualdad?, o bien esos tratados y contratos fueron impuestos por la fuerza y aceptados por la debilidad, y en tal caso son nulos, el consentimiento de la sociedad no los convalida, y vivimos en un estado permanente de iniquidad y de fraude», replica con férrea lógica Proudhon. Otros filósofos contemporáneos proponen fundamentaciones un tanto más sutiles de la propiedad. Entre ellos el defensor del «common sense», Reid y el ideólogo Destutt de Tracy. Según éste último, el fundamento de la propiedad ha de buscarse en la personalidad misma del hombre. Ante tal explicación, más apta quizás para seducir a un espíritu filosófico que todas las otras, Proudhon no deja de señalar la confusión en la cual se basa, a saber, la ilegítima identificación de todo cuanto el hombre puede y suele llamar «mío» con la persona misma. Gracias a ella llegó el hombre a considerar las cosas que usaba como su propiedad, es decir, como una parte de sí mismo, como un miembro de su cuerpo, como una facultad de su alma. Proudhon rechaza con vigor este patológico antropocentrismo. En él, según bien lo ha señalado De Lubac, el culto de la humanidad, tan común entre los socialistas de la época, es remplazado por el culto de la justicia, como armonía que trasciende al hombre y que hace posible precisamente la existencia humana. Si el hombre no es dueño de sí mismo -dice con un tono ascético que parece también muy acorde con el pitagorismo- ¿cómo habrá de serlo de lo que lo rodea? Que use en buena hora las cosas de la naturaleza, pero que renuncie a la pretensión de apropiárselas y que tenga siempre presente que el título de «propietario» no se le atribuye sino por metáfora. Destutt de Tracy confunde, pues, según Proudhon, los bienes exteriores (de la naturaleza o del arte) con las potencias o facultades del hombre, y llama a unos y otras «propiedades». Confunde -podría decirse- el tener con el ser.
Ecléctico Cousin, pontífice de la filosofía académica de la época, y el famoso jurisconsulto Pothier, quien parece creer que la propiedad, como la realeza, es una institución de derecho divino, son también objeto de las refutaciones de Proudhon. Según él, los hombres vivían al principio en una comunidad, positiva o negativa. No había allí, por tanto, propiedad, ya que ni siquiera había posesión privada. Después, ante la necesidad de acrecentar la producción, se convino en que el trabajador sería el único propietario del fruto de su trabajo, lo cual supone una convención declaratoria de que, en adelante, nadie podría vivir sin trabajar. Para obtener igualdad de bienes se necesitaba, según esto, igual trabajo, y para lograr igual trabajo era indispensable contar con iguales medios de producción. Quienquiera que se apoderara, por la fuerza o por la astucia, del producto del trabajo ajeno, se colocaba fuera de la ley, por violar el principio de igualdad. Asimismo, cualquiera que, so pretexto de producir más, acaparara los medios de producción, atentaba contra la igualdad y contra la ley.La igualdad constituía, en efecto, la expresión del derecho, y quien no la respetaba cometía una injusticia. En este momento nació la posesión privada, el derecho al producto del propio trabajo, pero de ninguna manera todavía el derecho a la tierra, es decir, a los medios de producción. Así lo comprendieron los antiguos árabes, y, según el testimonio de César y de Tácito, también los primitivos germanos. El salto ilegítimo se produjo cuando la mera posesión del suelo se convirtió en propiedad o derecho absoluto sobre la tierra. ¿Cómo un reparto, realizado simplemente para facilitar la explotación y el trabajo, se pregunta Proudhon, podría haber fundado un derecho transmisible de propiedad para cada uno sobre una cosa sobre la cual todos tenían un inalienable derecho de posesión y de uso? Es claro que no puede haber transaciones -dice- en torno a un derecho natural.