“La ciencia lo descubre, la industria lo adopta, el hombre se adapta.” Lema de la Exposición Mundial de 1933
La omnipresencia de la psicología en la sociedad actual es incuestionable. Por ello se hace aún más urgente un debate abierto acerca de las funciones que desempeña y el sentido global que le podemos exigir, independientemente de las demandas que la propia sociedad de consumo le requiera. Para ello, es siempre un buen ejercicio hacer memoria y recordar todos esos puntos oscuros que en la ciencia, en general, y en la psicología, como nueva ciencia que trata de afirmar su campo propio, quedan entre brumas por no considerarlos estrictamente científicos. Los condicionantes ideológicos del inicio de la psicología experimental suelen ser abordados en casi todos los manuales de estudio, pero en vez de captar sus causas sociales se aíslan del contexto y se presentan como grandes ideas de grandes hombres. Lo que vamos a tratar de hacer en las siguientes líneas es un esfuerzo por minimizar las semblanzas ya legendarias de los fundadores y destacar lo que no se destaca a los estudiantes y futuros psicólogos. Tuvieron posiblemente más influencia en el desarrollo de la psicología el avance de la industria y los cambios políticos que muchas de las grandes ideas fundantes; éstas van siendo recuperadas con los años sólo para dar prestigio y tradición a alguna nueva tendencia de investigación.
En su famoso libro La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn nos habla del “estereotipo no histórico que procede de los libros de texto científicos”. En psicología, como en cualquier otra ciencia que se precie, los manuales actúan con esa misma lógica que Kuhn explícita. Dando por sentado que la ciencia es un proceso acumulativo, el historiador del manual científico se hace cargo de dos tareas: determinar el hombre y el momento en que fue descubierta cada nueva ley o teoría, y, por otra parte, aclarar por qué conjunto de mitos y errores no se había llegado a esas verdades mucho antes. En el caso de la psicología se procede del mismo modo; seguramente todos tenemos en mente multitud de ejemplos de este tipo de manual: descripción de los héroes y argumentación de por qué el nuevo descubrimiento supera al anterior, por su mayor complejidad, profundidad o simplicidad, llegado el caso. Si la historia de la ciencia presenta graves lagunas de comprensión al representarla como acumulación de hechos, mucho más absurda resulta la aplicación de este esquema a las ciencias sociales y humanas. Los historiadores de la psicología saben que no hay acumulación más que en cada escuela particular. Por utilizar la terminología de Kuhn, hay varios “paradigmas” simultáneos porque hay varias psicologías. En este artículo sólo nos ocuparemos de una de ellas, la que ha alcanzado mayor poder y éxito, esa que nuestros manuales nos suelen mostrar como la única y la más científica, cuyos paradigmas han ido superándose unos a otros a lo largo del siglo. La podríamos llamar psicología académica si estuviéramos de acuerdo en que su aprobación social (como nos suelen decirlos libros de texto), tuvo como núcleo su carácter científico. Al estudiar los orígenes de esta psicología pronto hallaremos que, muy al contrario y como era de esperar, son los intereses políticos y sociales los que guiarán la investigación científica, y la utilidad económica y no el rigor científico lo que dará a la psicología académica el prestigio que buscaba y que actualmente ha conseguido.
Vivimos en una sociedad donde la psicología tiene un papel tutor. Es el psicólogo el “experto” que orienta a los niños para su vocación y participa en la formulación de los planes de estudio en vista a demandas sociales. En las empresas da la pauta a los jefes sobre cómo estructurar la organización y qué personas contratar. En publicidad utiliza todo su aparato científico para convencernos del consumo de un producto o de un mensaje. En la justicia evalúa las capacidades de una persona ante un tribunal y la confianza que podamos dar a su testimonio. Y, por supuesto, en la vida personal es el que nos diagnostica y trata de curar enfermedades psicológicas o nos ayuda a superar ciertos problemas personales. Así, el psicólogo parece guiar las conciencias de los ciudadanos del siglo XX, hasta el punto de situarse por encima de ellos y llegar a diagnosticar cuál es el mejor ciudadano para una situación dada. El rol de tutor social no es nuevo de este siglo ni se inventa con el psicólogo. Muchas veces hemos escuchado aquello de que el psicoanalista ha sustituido al confesor, el departamento de recursos humanos al capataz; pero aún queda abierta la pregunta de si realmente el orden social actual varía mucho de aquel de siglos anteriores o, sencillamente, los únicos que han cambiado han sido los dueños del látigo. Lo dijo sintéticamente Phillip Rieff (El triunfo de la terapia, 1966): “el medievo, con su fe en Dios, gobernaba a través de la iglesia; el siglo XIX, con su fe en el progreso y la razón, por medio de la legislatura; con su fe atemperada por el reconocimiento de lo irracional, el siglo XX gobierna mediante el sanatorio”. Frente al papel de la psiquiatría, mucho más ligada a lo fuera de la norma y su reinstitucionalización, podemos apreciar que el rol del psicólogo es aún más controlador. En la mayor parte de los casos su función no es segregar al desviado, sino la observación y reorientación del ciudadano común, o (en palabras menos placenteras) la vigilancia y manipulación con fines sociales, el control social.
Hace un siglo el control social no era para el psicólogo algo moralmente cuestionable; nuestra tesis es que uno de los principales factores que le permiten ganarse un puesto necesario entre los poderes públicos de la sociedad es su asunción de este papel tan pronto como nacen las primeras asociaciones psicológicas. La distancia entre las doctrinas de los llamados fundadores de la psicología que aparecen en los manuales y las de sus discípulos, más ocupados en instituir la disciplina socialmente que en hacerla más rigurosa, es la distancia que hay entre lo que estudia la psicología académica y para qué o quién lo estudia. Los psicólogos de finales del siglo XIX y principios del XX van viendo con mayor claridad que el asentamiento de esta ciencia depende de la recepción más o menos acogedora de sus consecuencias prácticas en la sociedad. Sólo haciendo al psicólogo imprescindible en la sociedad, la propia psicología ganará prestigio y se afianzará como ciencia. Ésta es la historia de cómo el proyecto de los fundadores es retocado por sus discípulos y un plan de investigación científica, dedicado a “aclarar y comprender la experiencia humana”, pasa a tener otros fines menos interesantes y mucho más interesados. Hasta qué punto esto se puede formular como una traición es algo irrelevante para nosotros; ésta es la psicología que hemos heredado. Sin embargo, sí nos interesa el hecho de que, actualmente, el futuro psicólogo desconozca todos estos condicionantes sociales y se los excluya de una disciplina que, por presentarse como científica, silencia su papel político en la historia.
Para recorrer esa distancia de que hablábamos, hemos elegido una serie de momentos en el desarrollo de la psicología como ciencia. Trataremos de centrarnos en los más determinantes: la ciencia de los fundadores, el clima académico de las dos universidades (la alemana y la americana) y el porqué de la preeminencia americana, el cambio académico, económico, social y político en el último cuarto del siglo XIX en Estados Unidos, la fundación de la Asociación Psicológica Americana y, finalmente, su proyecto de control social explicitado ya por John Dewey en 1900.
Wilhem Wundt en sus Elementos fundamentales de psicología fisiológica (1873) inauguraba la psicología científica asignándole dos tareas: investigar aquellos procesos situados entre la experiencia interna y externa con la aplicación de sus respectivos métodos de observación; y la segunda, que nos habla de la finalidad de la nueva disciplina: “desde las perspectivas alcanzadas gracias a las investigaciones en este campo arrojar alguna luz sobre los procesos vitales en su totalidad, y proporcionar quizá de este modo una comprensión total de la existencia humana”. En general, la tarea principal que los fundadores asignan a la nueva ciencia es la heredada de la psicología tradicional más el método experimental. En los Estados Unidos William James nos habla de “ciencia de la vida mental”; Freud acude al inconsciente; en definitiva, y en todos los casos, es un intento de reformulación de la antigua idea de alma para lograr una comprensión científica de la misma a la altura de los tiempos. Prueba de ello fue la irónica contestación que Wundt dio a uno de nuestros protagonistas, J. M. Cattell, que por aquel entonces era uno de sus alumnos en Leipzig, cuando éste le propuso estudiar las diferencias individuales en los tiempos de reacción. Lo que Wundt contestó fue: “Demasiado americano”. Y es que, sin lugar a dudas, la psicología que ha triunfado es demasiado americana en todos los sentidos. Éste es el primer punto que hay que aclarar.
En Alemania, la psicología se asienta como disciplina científica gracias a su método y rigurosidad; eso es lo que la exigente universidad le reclama. Frente al resto de Europa y América en la que la educación universitaria es privada o está separada de la investigación, los alemanes tienen una universidad potenciada tras la unificación en 1870, dirigida por el pensamiento filosófico y abierta a nuevas disciplinas que le aseguren el puesto como vanguardia de la ciencia. Por supuesto, la ciencia para ellos es el conocimiento sistematizado, y el método experimental todavía les ofrece cierta desconfianza. Por ello, el desarrollo teórico de la psicología será europeo; Wundt mismo nunca buscó una psicología desentendida de la filosofía. Las ventajas que Alemania daba al campo teórico traen graves trabas en el práctico. En Estados Unidos, sin embargo, la universidad está dominada por centros privados, los colleges, habitualmente propiedad de confesiones protestantes. Tras el paso de la guerra civil, su psicología fuertemente moral y religiosa dejará paso a una enseñanza superior mucho más laica que presta más atención al estudio de las facultades intelectuales del hombre y menos a los pasajes de la Biblia: la filosofía del escocés del siglo XVIII Thomas Reid, llamada “del sentido común”. Aparte de este ambiente académico, el terreno americano está socialmente abonado con otras dos influencias antiintelectualistas: la religión evangelista y la imparable industria, regida por una nueva clase dominante, el hombre de negocios frío y racional, amante de lo práctico, que pone por encima de todo sus propias metas. Veamos que aporta cada una de ellas.
Para la antigua filosofía escocesa del sentido común, la psicología es la ciencia del alma, y ésta es el fruto e imagen de Dios. Su cometido será el estudio de las diversas facultades y cómo usarlas con criterio moral. Dando por hecho que nuestras facultades son innatas (esto es, dadas por Dios) y por lo tanto absolutamente certeras, el estudio de la experiencia cotidiana no admite dudas, ya que cada facultad nos ha sido dada para conocer con fidelidad el mundo y proporcionarnos las verdades morales esenciales. El sentido común es la mejor guía para conocer la realidad, y no el escepticismo de Hume, que duda de nuestros instrumentos de conocimiento. Las ideas de Reid pasan años después a Estados Unidos por medio de un discípulo, Dugald Steward, cuya atractiva obra se instaura rápidamente en los colleges religiosos como doctrina de las “ciencias morales”. Vemos lo lejanas que se encuentran estas ideas del fiel puritanismo escocés, de la meticulosa y crítica filosofía europea del XIX. La tradición de pensamiento que pasa de Europa a los Estados Unidos, tal vez por ser muy útil a los antiguos colonos en un ámbito amenazante y extraño, es la más confiada y simplista. Sólo el empirismo inglés, retomado con litera por James y los pragmatistas hará posible un buen asentamiento teórico y riguroso en el ámbito académico para el carácter práctico americano.
Más importante por su gran influencia es la religión evangelista. Frente al católico, siervo de la teología y la autoridad de la Iglesia, el protestante toma la religión como una búsqueda individual de la experiencia religiosa por encima de cualquier jerarquía. Las soluciones individuales se plantean válidas por su eficacia y no por las sanciones llegadas de instancias superiores. Contrasta la emotividad de la religión evangelista con la frialdad del hombre de negocios que, convencido por Adam Smith de que el mundo es una lucha de todos contra todos, no escatima recursos para conseguir sus fines. Como ya nos decía Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1948), el darwinismo social es un buen ámbito para hacer méritos, y el trabajo del hombre volcado a Dios dará sus frutos con el éxito y la riqueza. La filosofía del sentido común y su aceptación de lo inmediato con sencillez abundan en el antiintelectualismo americano. El marcado carácter optimista de un nuevo continente que se crea a sí mismo dará un pensamiento práctico y confiado. La novedad será la receta y el optimismo el motor para tratar de inventar un mundo nuevo y mejor que, por aquel entonces, estaba aún en su primera juventud.
Todos estos elementos del carácter, la religión y la mentalidad social americana acaban cristalizando en la segunda mitad del siglo XIX en su primera filosofía autóctona: el pragmatismo. En 1871, se reúnen en Boston una serie de jóvenes adinerados, futuros protagonistas de nuestra historia, con inquietudes filosóficas y fundan el llamado Club Metafísico. Con influencias de Darwin, Stuart Mill y el empirismo inglés, un físico llamado Charles Pierce sienta nuevas bases para el conocimiento. A partir del hecho de que nunca podemos tener certidumbre de nuestras creencias, nos propone centrar nuestra atención en sus resultados. Para él, los conceptos son el conjunto de efectos que desencadenan, y las creencias pueden ser tomadas como reglas de acción, esto es, hábitos. Así, la verdad de una creencia sería sus consecuencias sobre la actuación de los individuos, sobre la conducta. La verdad de una creencia es el modo en que nos transforma la vida. Ya en 1862, aboga en la universidad por una psicología experimental y publicará los primeros estudios psicofísicos en América.
Para la psicología, el componente fundamental de este Club Metafísico es William James, cuyo libro Principios de psicología (1890) será la principal inspiración de esta ciencia en América. También crea el primer laboratorio experimental en Harvard, en 1875, y no será reconocido oficialmente hasta diez años después, simultáneamente al de Wundt en Leipzig. Tiene una idea clásica de la psicología como “ciencia de la vida mental”, pero el carácter práctico americano y el pragmatismo teórico le dan un tamiz biológico y adaptativo. No le interesa lo que la consciencia contiene, sino lo que hace. La consciencia es la encargada de llevar la acción al éxito, y es debido a su eficacia por lo que resulta adaptativa: “Si alguna vez sucediera que el pensamiento no llevara a tomar medidas de acción fracasaría en su función esencial y habría que considerarlo patología o aborto. La corriente de vida que se precipita en nuestros ojos u oídos se dirige a nuestros labios, manos y pies buscando salida [...] percepción y pensamiento sólo existen con vistas a la conducta”. Como vemos, dentro de esta lógica darwiniana la consciencia es, dentro de la evolución, un medio más para la supervivencia y, debido a su eficacia, dirige el pensamiento y la acción. La importancia que James da al sustrato corporal, por ejemplo con la “teoría motora de la consciencia”, guarda un fino equilibrio con su voluntad de afirmar la libertad del hombre basándose en la capacidad de elección de la consciencia. No pasarán muchos años para que su legado humanista sea olvidado en favor de la predicción de las conductas y el estudio de lo observable. Pronto en la ciencia que él colaboró a fundar sólo se recordará al James del determinismo fisiológico.
En 1878, Stanley Hall es el primer doctorado de Psicología por la Universidad de John Hopkins que comenzará a dar cursos específicos. Durante la década de los ochenta la nueva psicología desbancará a la antigua en el ámbito académico, se fundarán laboratorios en todo el país, y en los “estudios de procesos mentales” al estilo de Wundt se irá dando cada vez más importancia al estudio de los resultados que al de los procesos. Aquel alumno rechazado por “demasiado americano” de Wundt, J. M. Cattell, marchará a Inglaterra a estudiar con otro de los fundadores de la psicología, Galton, y se traerá a la psicología americana la metodología estadística del inglés y su oportunismo social.
Llegados a este punto, y antes de entrar en la fundación de la organización política de la psicología americana, parece relevante hablar no sólo de los condicionamientos académicos, como hemos hecho hasta ahora, sino de los sociales y políticos del momento y su imbricación con los planteamientos a largo plazo de los psicólogos más influyentes. La década de los noventa no fue una época socialmente sencilla en Norteamérica; fue muy crítica debido a tres grandes cambios: en el tipo de vida, en el sistema económico y en la situación política.
Hay un cambio general de mentalidad y vida en la población autóctona. Los pequeños campesinos, que viven en Comunidades aisladas con una economía de subsistencia, se ven obligados a viajar a las ciudades en busca de trabajo en la prometedora y emergente industria. Allí confluyen los dos movimientos de población estadounidenses, la inmigración interior y la exterior, encontrándonos en pocos años con una sociedad industrializada masivamente y que se concentra en los grandes núcleos urbanos. Podemos imaginarnos como estos y aquellos campesinos pasan de una vida familiar, repetitiva y tradicional, a la vida en la gran urbe junto a millares de desconocidos, en un ámbito donde priman esas nuevas y extrañas tecnologías. No es difícil imaginarse el cambio abrupto de paisaje y la repercusión personal que tendría en cada nuevo ciudadano.
Estos factores tienen su origen en la situación económica de Estados Unidos. Al mismo tiempo que los campesinos abandonan sus cada vez más pobres economías de subsistencia, se desarrolla, a nivel económico, la época de los grandes monopolios: el tratamiento de materias primas como el petróleo y los medios de transporte como el ferrocarril, autenticas arterias de la economía industrial por su necesaria función de circulación de hombres y mercancías. Las grandes concentraciones de capital se agigantan debido al inexistente control del Estado en este sentido. Es conocida la política de estos años respecto a la economía como de “dejar hacer”, el no intervencionismo estatal en los negocios. Los empresarios utilizan cada vez más mano de obra a menor precio aprovechándose de las esperanzas de una población con ganas de salir adelante tras habérsele prometido el Dorado. La consecuencia de esta urbanización a marchas forzadas es, en primer lugar, la homogeneización de experiencias. Pronto los ciudadanos de las distintas ciudades beberán, viajarán y comerán lo mismo. El ferrocarril lleva los nuevos productos para el consumo de las ciudades, surgen las grandes marcas y con ellas las grandes campañas publicitarias, cuya función es crearlas necesidades de esta nueva sociedad. Por supuesto, todo ello unido trae consigo un descontento general. En poco tiempo, unos diez años, las ciudades se han masificado, y la antigua promesa de empleo se empieza a quedar sin cumplimiento para los nuevos ciudadanos que viven en alojamientos insuficientes e inadecuados, con baja salubridad, y que son los parias de una estratificación social rígida y cada vez más polarizada. Frente a ellos y su “sueño americano” se enriquece aún más una casta adinerada de empresarios que utiliza para sus propios fines el oportunismo de los políticos. Sólo se acallan las huelgas y amenazas de revolución, en 1896, al ser aplastadas por la victoria en las elecciones presidenciales del candidato McKinley, conservador. Frente al candidato populista Jennings Bryan, voz del campesinado, revolucionario y apegado a las tradiciones religiosas de la América rural, McKinley representa la voz de la modernidad urbana y empresarial, que promete la prosperidad acatando el cambio tecnológico y aceptando la nueva forma de vida fabril. Las consignas de su programa son las del progresismo liberal y, sospechosamente, las que tomaría para sí, casi inmediatamente después, la nueva psicología: Reforma, Eficacia y Progreso.
Ahora sí que podremos apreciar hasta qué punto los psicólogos de la última década del siglo XIX se desmarcan de una tradición psicológica anacrónica, como era la “psicología de las facultades”, e imponen una nueva no explicitada aún, que toma elementos concretos de aquellos que llamamos fundadores de la psicología (Wundt, James, Galton, Freud, etc.) para usarlos, más que con un propósito científico, con uno bien distinto de protagonismo social. Ésa es la historia de la APA, la American Psychological Association, fundada por Stanley Hall, en 1892, que convierte a Estados Unidos en el primer país en profesionalizar la psicología, y causa indiscutible de la preeminencia sobre los alemanes, que tardarían aún doce años más (1904) en organizarse como gremio. Para entonces y para la posteridad, las bases e intereses de la psicología ya serían “demasiado americanos”, y nuestro recorrido por las condiciones que forjaron gran parte de lo que hoy llamamos psicología oficial se dará por concluido en 1900, cuando John Dewey (que por otro lado en América no es nada sospechoso de conservador) lea, en su alocución presidencial ante la APA, las bases explícitas de un programa de control social para la nueva ciencia.
Cuando, junto con otros, Stanley Hall decide dar el criterio de pertenencia a un gremio concreto a los psicólogos (el, entonces, ya era una gran personalidad dentro de la disciplina debido a la publicación de la revista American journal of psycho1ogy, desde 1887). En la sociedad americana se consideraba psicología a una serie de escuelas que, con la fundación de la APA, se convertirían en pocos años en pseudociencias. El mesmerismo, la frenología y el espiritismo habían sido las principales tendencias psicológicas a nivel popular del siglo XIX. La Asociación Psicológica Americana surge, en principio, por una necesidad de seriedad y criterio científico, y se convertirá en el terreno común dónde las distintas escuelas oficiales ganen sus batallas. Es la institución que certificará quién es y quién no es psicólogo, y que asegurará el avance de la disciplina imponiendo su criterio por medio de las publicaciones surgidas a su sombra: el American Journal of psychology, la Psychological review.
El primer presidente de la asociación, George Trumball Ladd, sigue todavía encasillado en la antigua psicología académica americana. En 1892, defiende en su alocución presidencial la introspección y declara que la experimentación objetiva es incompetente para abordar temas tan importantes de la psicología humana como los sentimientos religiosos. Sólo cuatro años más tarde, en el crítico año de 1896, el panorama ha cambiado enormemente. El “demasiado americano” J. M. Cattell es el nuevo presidente de la asociación, y en su discurso reclama para la psicología experimental y cuantitativa un hueco en la sociedad, proponiendo ampliar las aplicaciones prácticas de la psicología (aparte de a la medicina) a la educación, las bellas artes, la economía política y “a la organización entera de la vida”. Los primeros pasos para convertir la ciencia de “la comprensión total de la experiencia humana” en la ciencia de “la organización entera de la vida” pisan sobre un suelo teórico en el que se priman los resultados sobre las ideas. El nuevo mundo académico alaba la practicidad como identidad de lo americano. Hay un mundo ahí fuera lleno de problemas a los que la psicología se puede dedicar; lo fundamental es demostrarle a ese mundo su eficacia en la satisfacción de esas necesidades. Por otro lado, hay una industria ávida de minimizar costes explotando al máximo la mano de obra y dispuesta a invertir en investigación sobre la psicología humana enfocada a la producción y el consumo. Además, consigue el prestigio de hacer avanzar la ciencia. Digamos que la entente psicólogo-sociedad está más que cantada en una sociedad como la norteamericana de finales de siglo; por eso llama aún más la atención la falta de precauciones (¿o de escrúpulos?) de los psicólogos en su colaboracionismo. El modelo de Cattell es el primer proyecto explícito para una psicología del control social. Su programa pretende la racionalización de la sociedad, sustituir la corrupción política por la organización que aportan los principios de las grandes empresas. La modernización política de McKinley va a tener en los psicólogos un apoyo más. Pero el que mejor profetiza o proyecta el control social será John Dewey, en su alocución presidencial ante la APA. John Dewey, el gran filósofo de la democracia americana, lee en 1900 un discurso titulado “Psicología y práctica social”, que nos sigue dejando atónitos por plantearnos como proyecto explícito las características de nuestra psicología actual y su presencia social. Sus máximas se pueden resumir curiosamente entres: reforma, eficacia y progreso. Su fin, la mejora de la sociedad. Su medio, el control social. Debemos decir, antes de comenzar a exponer lo dicho por Dewey en 1900, que no es el planteamiento suyo el más radical de la época. Ya en aras de la mejora de la sociedad, Galton había sugerido en Inglaterra un plan eugenésico de matrimonios juiciosos “gracias a una reproducción selectiva”, idea que triunfaría en Estados Unidos durante el siglo XX, alimentada por sentimientos racistas, y de la que tomaría inspiración la Alemania nazi. La alternativa que Dewey nos plantea es mucho más elaborada y, sobre todo, más a largo plazo. La vamos a resumir en los siguientes puntos: la reforma educativa, el papel de la psicología y, finalmente, el progresismo y el control social.
La necesidad de convertir a las hordas de inmigrantes en ciudadanos estadounidenses, de forjar una sociedad urbana con una población divorciada de sus hábitos y tradiciones rurales, da prioridad a la educación en el planteamiento de Dewey. Los antiguos campesinos necesitan una educación apropiada para los hábitos del trabajo industrial y las nuevas habilidades que éste les exige. Así llega su propuesta de reforma de la escuela. Concibe la escuela como una sociedad en pequeño. Será la nueva comunidad que el niño tendrá en esa desarraigada sociedad industrial. La psicología y la racionalidad se presentan como redentoras en una sociedad que ha perdido sus costumbres y valores. Ellas serán las encargadas de sustituir el hábito y la tradición de una manera consciente. Habla Dewey: “La escuela es un lugar especialmente favorable para estudiar la disponibilidad de la Psicología en la practica social”. Él considera la mente como un instrumento de adaptación y, por tanto, susceptible de ser moldeado durante la experiencia escolar. “Implicándose en la educación, la psicología se convertiría en una hipótesis eficaz”. Pensemos que la psicología que nos plantea Dewey debe ser reflexiva y debe estar gobernada por una moral social. “La psicología nace cuando la moral se hace reflexiva, la moral fija los fines conscientemente y la psicología estudia los medios”. Por tanto, el papel de los psicólogos será enseñar los valores del pragmatismo y la vida urbana. Estos valores son la solidaridad comunitaria y el crecimiento social; no sólo son valores para la escuela sino para todas las instituciones. Él mismo dice que eso comprometerá de manera natural a los psicólogos con la causa progresista. Como vemos, ese papel de tutor social que actualmente tiene la psicología también fue profetizado por Dewey. Para William James, la consciencia individual surgía cuando una nueva circunstancia hacía imperativa al organismo la adaptación a ese medio. Dewey propone el mismo esquema para la sociedad en su conjunto. Una sociedad cambiante que se enfrenta a nuevos retos como la suya necesitaba de una consciencia de sí que la guiara en el proceso, y esta consciencia no sería otra que la psicología. Para él la psicología como consciencia social es una alternativa a la visión aristocrática y clasista de la sociedad, un relevo de la tradición y las ideas heredadas por unos nuevos principios críticos y racionales, fruto del estudio y las demandas sociales, que modele al individuo con esos requerimientos. La función del psicólogo es el estudio de las leyes científicas que rigen la conducta humana, y por ello son los psicólogos los que están en mejores condiciones de construir una sociedad más perfecta. Su antiaristocratismo depende de la idea de adaptar al individuo al todo social dándole una función irreductible y diferencial: “Afirmar la independencia de la racionalidad respecto al mecanismo es limitarla en su pleno sentido a unos pocos (los aristócratas). La nueva sociedad científica nos llevará a un creciente control de la esfera ática. La psicología capacitará al esfuerzo humano para aplicarse racionalmente, con seguridad y sensatez”.
Como vemos, el “progresismo” de Dewey es muy americano, desconfía de la aristocracia y busca un tratamiento equitativo para todos los individuos. Sus fines son el control social, lo que supone imponer orden al desorden, y en la práctica, ordenar y adoctrinar a las masas informes de la sociedad americana. De los medios propuestos por los progresistas quedará la burocracia gubernamental, gobernada por expertos, racional e impersonal. Y de su concepción de la historia nos quedará el ilimitado progreso donde los logros permanentes son siempre desplazados en favor del crecimiento continuo. “La meta final de la vida no es la perfección sino el proceso perpetuo de perfeccionamiento, maduración y refinamiento. El único fin moral es el crecimiento mismo”. Dewey llegará a decir: “El pecado contra el Espíritu Santo tanto tiempo discutido se ha encontrado al fin: es rehusarse a cooperar con el principio vital de mejora”. Dewey solamente replantea de una forma metodológica los dogmas políticos del progresismo liberal. Como en ninguno de los científicos de su época el control social tiene un matiz peyorativo. Sólo el siglo XX nos enseñará hasta qué punto somos incapaces de asumir el control científico de la sociedad junto a los altos valores éticos. Lo que sí ha quedado ha sido el propio control social, ya descarnado de sus fines, pero experimentado por cada uno de nosotros en múltiples ámbitos.
Será porque la parte moral del proyecto de Dewey nunca fue tomada en serio por una ciencia excesivamente preocupada por hacerse necesaria a las demandas sociales. Será porque la investigación estaba sufragada por las grandes empresas o los grandes intereses políticos de esa gran empresa llamada Estado (como es en el caso de las guerras). O será tan sólo que aquellos hombres no preveían las consecuencias de sus propuestas. Lo único que sabemos es que el siglo XX ha sido el más progresista y tecnológico, que nos ha llevado al límite del poder y la impotencia, y que la psicología ha escrito muchos capítulos dictados en esa historia. Tal vez la ingenuidad que sentimos en esas ideas de control social de principios de siglo y la sonrisa que nos provoca no esconda más que la ingenuidad propia de nuestra época. O tal vez, y sirva como ejemplo, la próxima vez que alguien nos hable de cómo el conductismo fue superado por el cognitivismo, nos preguntemos qué era lo que se trataba de imponer a la sociedad en ese preciso tiempo en que los psicólogos hablaban de la metáfora de la mente y el ordenador. De momento, podemos permitirnos afirmar que, al menos históricamente, nuestra actual psicología es una doctrina nacida junto a los principios del progresismo liberal americano, cuyos lemas eran y son: el control social y el estudio de los individuos para la selección y la vigilancia; la eficacia y rapidez de la producción industrial; la reforma de los individuos para adaptarlos a esa tecnología, y el progreso ilimitado de nadie sabe quién.
La omnipresencia de la psicología en la sociedad actual es incuestionable. Por ello se hace aún más urgente un debate abierto acerca de las funciones que desempeña y el sentido global que le podemos exigir, independientemente de las demandas que la propia sociedad de consumo le requiera. Para ello, es siempre un buen ejercicio hacer memoria y recordar todos esos puntos oscuros que en la ciencia, en general, y en la psicología, como nueva ciencia que trata de afirmar su campo propio, quedan entre brumas por no considerarlos estrictamente científicos. Los condicionantes ideológicos del inicio de la psicología experimental suelen ser abordados en casi todos los manuales de estudio, pero en vez de captar sus causas sociales se aíslan del contexto y se presentan como grandes ideas de grandes hombres. Lo que vamos a tratar de hacer en las siguientes líneas es un esfuerzo por minimizar las semblanzas ya legendarias de los fundadores y destacar lo que no se destaca a los estudiantes y futuros psicólogos. Tuvieron posiblemente más influencia en el desarrollo de la psicología el avance de la industria y los cambios políticos que muchas de las grandes ideas fundantes; éstas van siendo recuperadas con los años sólo para dar prestigio y tradición a alguna nueva tendencia de investigación.
En su famoso libro La estructura de las revoluciones científicas, Thomas Kuhn nos habla del “estereotipo no histórico que procede de los libros de texto científicos”. En psicología, como en cualquier otra ciencia que se precie, los manuales actúan con esa misma lógica que Kuhn explícita. Dando por sentado que la ciencia es un proceso acumulativo, el historiador del manual científico se hace cargo de dos tareas: determinar el hombre y el momento en que fue descubierta cada nueva ley o teoría, y, por otra parte, aclarar por qué conjunto de mitos y errores no se había llegado a esas verdades mucho antes. En el caso de la psicología se procede del mismo modo; seguramente todos tenemos en mente multitud de ejemplos de este tipo de manual: descripción de los héroes y argumentación de por qué el nuevo descubrimiento supera al anterior, por su mayor complejidad, profundidad o simplicidad, llegado el caso. Si la historia de la ciencia presenta graves lagunas de comprensión al representarla como acumulación de hechos, mucho más absurda resulta la aplicación de este esquema a las ciencias sociales y humanas. Los historiadores de la psicología saben que no hay acumulación más que en cada escuela particular. Por utilizar la terminología de Kuhn, hay varios “paradigmas” simultáneos porque hay varias psicologías. En este artículo sólo nos ocuparemos de una de ellas, la que ha alcanzado mayor poder y éxito, esa que nuestros manuales nos suelen mostrar como la única y la más científica, cuyos paradigmas han ido superándose unos a otros a lo largo del siglo. La podríamos llamar psicología académica si estuviéramos de acuerdo en que su aprobación social (como nos suelen decirlos libros de texto), tuvo como núcleo su carácter científico. Al estudiar los orígenes de esta psicología pronto hallaremos que, muy al contrario y como era de esperar, son los intereses políticos y sociales los que guiarán la investigación científica, y la utilidad económica y no el rigor científico lo que dará a la psicología académica el prestigio que buscaba y que actualmente ha conseguido.
Vivimos en una sociedad donde la psicología tiene un papel tutor. Es el psicólogo el “experto” que orienta a los niños para su vocación y participa en la formulación de los planes de estudio en vista a demandas sociales. En las empresas da la pauta a los jefes sobre cómo estructurar la organización y qué personas contratar. En publicidad utiliza todo su aparato científico para convencernos del consumo de un producto o de un mensaje. En la justicia evalúa las capacidades de una persona ante un tribunal y la confianza que podamos dar a su testimonio. Y, por supuesto, en la vida personal es el que nos diagnostica y trata de curar enfermedades psicológicas o nos ayuda a superar ciertos problemas personales. Así, el psicólogo parece guiar las conciencias de los ciudadanos del siglo XX, hasta el punto de situarse por encima de ellos y llegar a diagnosticar cuál es el mejor ciudadano para una situación dada. El rol de tutor social no es nuevo de este siglo ni se inventa con el psicólogo. Muchas veces hemos escuchado aquello de que el psicoanalista ha sustituido al confesor, el departamento de recursos humanos al capataz; pero aún queda abierta la pregunta de si realmente el orden social actual varía mucho de aquel de siglos anteriores o, sencillamente, los únicos que han cambiado han sido los dueños del látigo. Lo dijo sintéticamente Phillip Rieff (El triunfo de la terapia, 1966): “el medievo, con su fe en Dios, gobernaba a través de la iglesia; el siglo XIX, con su fe en el progreso y la razón, por medio de la legislatura; con su fe atemperada por el reconocimiento de lo irracional, el siglo XX gobierna mediante el sanatorio”. Frente al papel de la psiquiatría, mucho más ligada a lo fuera de la norma y su reinstitucionalización, podemos apreciar que el rol del psicólogo es aún más controlador. En la mayor parte de los casos su función no es segregar al desviado, sino la observación y reorientación del ciudadano común, o (en palabras menos placenteras) la vigilancia y manipulación con fines sociales, el control social.
Hace un siglo el control social no era para el psicólogo algo moralmente cuestionable; nuestra tesis es que uno de los principales factores que le permiten ganarse un puesto necesario entre los poderes públicos de la sociedad es su asunción de este papel tan pronto como nacen las primeras asociaciones psicológicas. La distancia entre las doctrinas de los llamados fundadores de la psicología que aparecen en los manuales y las de sus discípulos, más ocupados en instituir la disciplina socialmente que en hacerla más rigurosa, es la distancia que hay entre lo que estudia la psicología académica y para qué o quién lo estudia. Los psicólogos de finales del siglo XIX y principios del XX van viendo con mayor claridad que el asentamiento de esta ciencia depende de la recepción más o menos acogedora de sus consecuencias prácticas en la sociedad. Sólo haciendo al psicólogo imprescindible en la sociedad, la propia psicología ganará prestigio y se afianzará como ciencia. Ésta es la historia de cómo el proyecto de los fundadores es retocado por sus discípulos y un plan de investigación científica, dedicado a “aclarar y comprender la experiencia humana”, pasa a tener otros fines menos interesantes y mucho más interesados. Hasta qué punto esto se puede formular como una traición es algo irrelevante para nosotros; ésta es la psicología que hemos heredado. Sin embargo, sí nos interesa el hecho de que, actualmente, el futuro psicólogo desconozca todos estos condicionantes sociales y se los excluya de una disciplina que, por presentarse como científica, silencia su papel político en la historia.
Para recorrer esa distancia de que hablábamos, hemos elegido una serie de momentos en el desarrollo de la psicología como ciencia. Trataremos de centrarnos en los más determinantes: la ciencia de los fundadores, el clima académico de las dos universidades (la alemana y la americana) y el porqué de la preeminencia americana, el cambio académico, económico, social y político en el último cuarto del siglo XIX en Estados Unidos, la fundación de la Asociación Psicológica Americana y, finalmente, su proyecto de control social explicitado ya por John Dewey en 1900.
Wilhem Wundt en sus Elementos fundamentales de psicología fisiológica (1873) inauguraba la psicología científica asignándole dos tareas: investigar aquellos procesos situados entre la experiencia interna y externa con la aplicación de sus respectivos métodos de observación; y la segunda, que nos habla de la finalidad de la nueva disciplina: “desde las perspectivas alcanzadas gracias a las investigaciones en este campo arrojar alguna luz sobre los procesos vitales en su totalidad, y proporcionar quizá de este modo una comprensión total de la existencia humana”. En general, la tarea principal que los fundadores asignan a la nueva ciencia es la heredada de la psicología tradicional más el método experimental. En los Estados Unidos William James nos habla de “ciencia de la vida mental”; Freud acude al inconsciente; en definitiva, y en todos los casos, es un intento de reformulación de la antigua idea de alma para lograr una comprensión científica de la misma a la altura de los tiempos. Prueba de ello fue la irónica contestación que Wundt dio a uno de nuestros protagonistas, J. M. Cattell, que por aquel entonces era uno de sus alumnos en Leipzig, cuando éste le propuso estudiar las diferencias individuales en los tiempos de reacción. Lo que Wundt contestó fue: “Demasiado americano”. Y es que, sin lugar a dudas, la psicología que ha triunfado es demasiado americana en todos los sentidos. Éste es el primer punto que hay que aclarar.
En Alemania, la psicología se asienta como disciplina científica gracias a su método y rigurosidad; eso es lo que la exigente universidad le reclama. Frente al resto de Europa y América en la que la educación universitaria es privada o está separada de la investigación, los alemanes tienen una universidad potenciada tras la unificación en 1870, dirigida por el pensamiento filosófico y abierta a nuevas disciplinas que le aseguren el puesto como vanguardia de la ciencia. Por supuesto, la ciencia para ellos es el conocimiento sistematizado, y el método experimental todavía les ofrece cierta desconfianza. Por ello, el desarrollo teórico de la psicología será europeo; Wundt mismo nunca buscó una psicología desentendida de la filosofía. Las ventajas que Alemania daba al campo teórico traen graves trabas en el práctico. En Estados Unidos, sin embargo, la universidad está dominada por centros privados, los colleges, habitualmente propiedad de confesiones protestantes. Tras el paso de la guerra civil, su psicología fuertemente moral y religiosa dejará paso a una enseñanza superior mucho más laica que presta más atención al estudio de las facultades intelectuales del hombre y menos a los pasajes de la Biblia: la filosofía del escocés del siglo XVIII Thomas Reid, llamada “del sentido común”. Aparte de este ambiente académico, el terreno americano está socialmente abonado con otras dos influencias antiintelectualistas: la religión evangelista y la imparable industria, regida por una nueva clase dominante, el hombre de negocios frío y racional, amante de lo práctico, que pone por encima de todo sus propias metas. Veamos que aporta cada una de ellas.
Para la antigua filosofía escocesa del sentido común, la psicología es la ciencia del alma, y ésta es el fruto e imagen de Dios. Su cometido será el estudio de las diversas facultades y cómo usarlas con criterio moral. Dando por hecho que nuestras facultades son innatas (esto es, dadas por Dios) y por lo tanto absolutamente certeras, el estudio de la experiencia cotidiana no admite dudas, ya que cada facultad nos ha sido dada para conocer con fidelidad el mundo y proporcionarnos las verdades morales esenciales. El sentido común es la mejor guía para conocer la realidad, y no el escepticismo de Hume, que duda de nuestros instrumentos de conocimiento. Las ideas de Reid pasan años después a Estados Unidos por medio de un discípulo, Dugald Steward, cuya atractiva obra se instaura rápidamente en los colleges religiosos como doctrina de las “ciencias morales”. Vemos lo lejanas que se encuentran estas ideas del fiel puritanismo escocés, de la meticulosa y crítica filosofía europea del XIX. La tradición de pensamiento que pasa de Europa a los Estados Unidos, tal vez por ser muy útil a los antiguos colonos en un ámbito amenazante y extraño, es la más confiada y simplista. Sólo el empirismo inglés, retomado con litera por James y los pragmatistas hará posible un buen asentamiento teórico y riguroso en el ámbito académico para el carácter práctico americano.
Más importante por su gran influencia es la religión evangelista. Frente al católico, siervo de la teología y la autoridad de la Iglesia, el protestante toma la religión como una búsqueda individual de la experiencia religiosa por encima de cualquier jerarquía. Las soluciones individuales se plantean válidas por su eficacia y no por las sanciones llegadas de instancias superiores. Contrasta la emotividad de la religión evangelista con la frialdad del hombre de negocios que, convencido por Adam Smith de que el mundo es una lucha de todos contra todos, no escatima recursos para conseguir sus fines. Como ya nos decía Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1948), el darwinismo social es un buen ámbito para hacer méritos, y el trabajo del hombre volcado a Dios dará sus frutos con el éxito y la riqueza. La filosofía del sentido común y su aceptación de lo inmediato con sencillez abundan en el antiintelectualismo americano. El marcado carácter optimista de un nuevo continente que se crea a sí mismo dará un pensamiento práctico y confiado. La novedad será la receta y el optimismo el motor para tratar de inventar un mundo nuevo y mejor que, por aquel entonces, estaba aún en su primera juventud.
Todos estos elementos del carácter, la religión y la mentalidad social americana acaban cristalizando en la segunda mitad del siglo XIX en su primera filosofía autóctona: el pragmatismo. En 1871, se reúnen en Boston una serie de jóvenes adinerados, futuros protagonistas de nuestra historia, con inquietudes filosóficas y fundan el llamado Club Metafísico. Con influencias de Darwin, Stuart Mill y el empirismo inglés, un físico llamado Charles Pierce sienta nuevas bases para el conocimiento. A partir del hecho de que nunca podemos tener certidumbre de nuestras creencias, nos propone centrar nuestra atención en sus resultados. Para él, los conceptos son el conjunto de efectos que desencadenan, y las creencias pueden ser tomadas como reglas de acción, esto es, hábitos. Así, la verdad de una creencia sería sus consecuencias sobre la actuación de los individuos, sobre la conducta. La verdad de una creencia es el modo en que nos transforma la vida. Ya en 1862, aboga en la universidad por una psicología experimental y publicará los primeros estudios psicofísicos en América.
Para la psicología, el componente fundamental de este Club Metafísico es William James, cuyo libro Principios de psicología (1890) será la principal inspiración de esta ciencia en América. También crea el primer laboratorio experimental en Harvard, en 1875, y no será reconocido oficialmente hasta diez años después, simultáneamente al de Wundt en Leipzig. Tiene una idea clásica de la psicología como “ciencia de la vida mental”, pero el carácter práctico americano y el pragmatismo teórico le dan un tamiz biológico y adaptativo. No le interesa lo que la consciencia contiene, sino lo que hace. La consciencia es la encargada de llevar la acción al éxito, y es debido a su eficacia por lo que resulta adaptativa: “Si alguna vez sucediera que el pensamiento no llevara a tomar medidas de acción fracasaría en su función esencial y habría que considerarlo patología o aborto. La corriente de vida que se precipita en nuestros ojos u oídos se dirige a nuestros labios, manos y pies buscando salida [...] percepción y pensamiento sólo existen con vistas a la conducta”. Como vemos, dentro de esta lógica darwiniana la consciencia es, dentro de la evolución, un medio más para la supervivencia y, debido a su eficacia, dirige el pensamiento y la acción. La importancia que James da al sustrato corporal, por ejemplo con la “teoría motora de la consciencia”, guarda un fino equilibrio con su voluntad de afirmar la libertad del hombre basándose en la capacidad de elección de la consciencia. No pasarán muchos años para que su legado humanista sea olvidado en favor de la predicción de las conductas y el estudio de lo observable. Pronto en la ciencia que él colaboró a fundar sólo se recordará al James del determinismo fisiológico.
En 1878, Stanley Hall es el primer doctorado de Psicología por la Universidad de John Hopkins que comenzará a dar cursos específicos. Durante la década de los ochenta la nueva psicología desbancará a la antigua en el ámbito académico, se fundarán laboratorios en todo el país, y en los “estudios de procesos mentales” al estilo de Wundt se irá dando cada vez más importancia al estudio de los resultados que al de los procesos. Aquel alumno rechazado por “demasiado americano” de Wundt, J. M. Cattell, marchará a Inglaterra a estudiar con otro de los fundadores de la psicología, Galton, y se traerá a la psicología americana la metodología estadística del inglés y su oportunismo social.
Llegados a este punto, y antes de entrar en la fundación de la organización política de la psicología americana, parece relevante hablar no sólo de los condicionamientos académicos, como hemos hecho hasta ahora, sino de los sociales y políticos del momento y su imbricación con los planteamientos a largo plazo de los psicólogos más influyentes. La década de los noventa no fue una época socialmente sencilla en Norteamérica; fue muy crítica debido a tres grandes cambios: en el tipo de vida, en el sistema económico y en la situación política.
Hay un cambio general de mentalidad y vida en la población autóctona. Los pequeños campesinos, que viven en Comunidades aisladas con una economía de subsistencia, se ven obligados a viajar a las ciudades en busca de trabajo en la prometedora y emergente industria. Allí confluyen los dos movimientos de población estadounidenses, la inmigración interior y la exterior, encontrándonos en pocos años con una sociedad industrializada masivamente y que se concentra en los grandes núcleos urbanos. Podemos imaginarnos como estos y aquellos campesinos pasan de una vida familiar, repetitiva y tradicional, a la vida en la gran urbe junto a millares de desconocidos, en un ámbito donde priman esas nuevas y extrañas tecnologías. No es difícil imaginarse el cambio abrupto de paisaje y la repercusión personal que tendría en cada nuevo ciudadano.
Estos factores tienen su origen en la situación económica de Estados Unidos. Al mismo tiempo que los campesinos abandonan sus cada vez más pobres economías de subsistencia, se desarrolla, a nivel económico, la época de los grandes monopolios: el tratamiento de materias primas como el petróleo y los medios de transporte como el ferrocarril, autenticas arterias de la economía industrial por su necesaria función de circulación de hombres y mercancías. Las grandes concentraciones de capital se agigantan debido al inexistente control del Estado en este sentido. Es conocida la política de estos años respecto a la economía como de “dejar hacer”, el no intervencionismo estatal en los negocios. Los empresarios utilizan cada vez más mano de obra a menor precio aprovechándose de las esperanzas de una población con ganas de salir adelante tras habérsele prometido el Dorado. La consecuencia de esta urbanización a marchas forzadas es, en primer lugar, la homogeneización de experiencias. Pronto los ciudadanos de las distintas ciudades beberán, viajarán y comerán lo mismo. El ferrocarril lleva los nuevos productos para el consumo de las ciudades, surgen las grandes marcas y con ellas las grandes campañas publicitarias, cuya función es crearlas necesidades de esta nueva sociedad. Por supuesto, todo ello unido trae consigo un descontento general. En poco tiempo, unos diez años, las ciudades se han masificado, y la antigua promesa de empleo se empieza a quedar sin cumplimiento para los nuevos ciudadanos que viven en alojamientos insuficientes e inadecuados, con baja salubridad, y que son los parias de una estratificación social rígida y cada vez más polarizada. Frente a ellos y su “sueño americano” se enriquece aún más una casta adinerada de empresarios que utiliza para sus propios fines el oportunismo de los políticos. Sólo se acallan las huelgas y amenazas de revolución, en 1896, al ser aplastadas por la victoria en las elecciones presidenciales del candidato McKinley, conservador. Frente al candidato populista Jennings Bryan, voz del campesinado, revolucionario y apegado a las tradiciones religiosas de la América rural, McKinley representa la voz de la modernidad urbana y empresarial, que promete la prosperidad acatando el cambio tecnológico y aceptando la nueva forma de vida fabril. Las consignas de su programa son las del progresismo liberal y, sospechosamente, las que tomaría para sí, casi inmediatamente después, la nueva psicología: Reforma, Eficacia y Progreso.
Ahora sí que podremos apreciar hasta qué punto los psicólogos de la última década del siglo XIX se desmarcan de una tradición psicológica anacrónica, como era la “psicología de las facultades”, e imponen una nueva no explicitada aún, que toma elementos concretos de aquellos que llamamos fundadores de la psicología (Wundt, James, Galton, Freud, etc.) para usarlos, más que con un propósito científico, con uno bien distinto de protagonismo social. Ésa es la historia de la APA, la American Psychological Association, fundada por Stanley Hall, en 1892, que convierte a Estados Unidos en el primer país en profesionalizar la psicología, y causa indiscutible de la preeminencia sobre los alemanes, que tardarían aún doce años más (1904) en organizarse como gremio. Para entonces y para la posteridad, las bases e intereses de la psicología ya serían “demasiado americanos”, y nuestro recorrido por las condiciones que forjaron gran parte de lo que hoy llamamos psicología oficial se dará por concluido en 1900, cuando John Dewey (que por otro lado en América no es nada sospechoso de conservador) lea, en su alocución presidencial ante la APA, las bases explícitas de un programa de control social para la nueva ciencia.
Cuando, junto con otros, Stanley Hall decide dar el criterio de pertenencia a un gremio concreto a los psicólogos (el, entonces, ya era una gran personalidad dentro de la disciplina debido a la publicación de la revista American journal of psycho1ogy, desde 1887). En la sociedad americana se consideraba psicología a una serie de escuelas que, con la fundación de la APA, se convertirían en pocos años en pseudociencias. El mesmerismo, la frenología y el espiritismo habían sido las principales tendencias psicológicas a nivel popular del siglo XIX. La Asociación Psicológica Americana surge, en principio, por una necesidad de seriedad y criterio científico, y se convertirá en el terreno común dónde las distintas escuelas oficiales ganen sus batallas. Es la institución que certificará quién es y quién no es psicólogo, y que asegurará el avance de la disciplina imponiendo su criterio por medio de las publicaciones surgidas a su sombra: el American Journal of psychology, la Psychological review.
El primer presidente de la asociación, George Trumball Ladd, sigue todavía encasillado en la antigua psicología académica americana. En 1892, defiende en su alocución presidencial la introspección y declara que la experimentación objetiva es incompetente para abordar temas tan importantes de la psicología humana como los sentimientos religiosos. Sólo cuatro años más tarde, en el crítico año de 1896, el panorama ha cambiado enormemente. El “demasiado americano” J. M. Cattell es el nuevo presidente de la asociación, y en su discurso reclama para la psicología experimental y cuantitativa un hueco en la sociedad, proponiendo ampliar las aplicaciones prácticas de la psicología (aparte de a la medicina) a la educación, las bellas artes, la economía política y “a la organización entera de la vida”. Los primeros pasos para convertir la ciencia de “la comprensión total de la experiencia humana” en la ciencia de “la organización entera de la vida” pisan sobre un suelo teórico en el que se priman los resultados sobre las ideas. El nuevo mundo académico alaba la practicidad como identidad de lo americano. Hay un mundo ahí fuera lleno de problemas a los que la psicología se puede dedicar; lo fundamental es demostrarle a ese mundo su eficacia en la satisfacción de esas necesidades. Por otro lado, hay una industria ávida de minimizar costes explotando al máximo la mano de obra y dispuesta a invertir en investigación sobre la psicología humana enfocada a la producción y el consumo. Además, consigue el prestigio de hacer avanzar la ciencia. Digamos que la entente psicólogo-sociedad está más que cantada en una sociedad como la norteamericana de finales de siglo; por eso llama aún más la atención la falta de precauciones (¿o de escrúpulos?) de los psicólogos en su colaboracionismo. El modelo de Cattell es el primer proyecto explícito para una psicología del control social. Su programa pretende la racionalización de la sociedad, sustituir la corrupción política por la organización que aportan los principios de las grandes empresas. La modernización política de McKinley va a tener en los psicólogos un apoyo más. Pero el que mejor profetiza o proyecta el control social será John Dewey, en su alocución presidencial ante la APA. John Dewey, el gran filósofo de la democracia americana, lee en 1900 un discurso titulado “Psicología y práctica social”, que nos sigue dejando atónitos por plantearnos como proyecto explícito las características de nuestra psicología actual y su presencia social. Sus máximas se pueden resumir curiosamente entres: reforma, eficacia y progreso. Su fin, la mejora de la sociedad. Su medio, el control social. Debemos decir, antes de comenzar a exponer lo dicho por Dewey en 1900, que no es el planteamiento suyo el más radical de la época. Ya en aras de la mejora de la sociedad, Galton había sugerido en Inglaterra un plan eugenésico de matrimonios juiciosos “gracias a una reproducción selectiva”, idea que triunfaría en Estados Unidos durante el siglo XX, alimentada por sentimientos racistas, y de la que tomaría inspiración la Alemania nazi. La alternativa que Dewey nos plantea es mucho más elaborada y, sobre todo, más a largo plazo. La vamos a resumir en los siguientes puntos: la reforma educativa, el papel de la psicología y, finalmente, el progresismo y el control social.
La necesidad de convertir a las hordas de inmigrantes en ciudadanos estadounidenses, de forjar una sociedad urbana con una población divorciada de sus hábitos y tradiciones rurales, da prioridad a la educación en el planteamiento de Dewey. Los antiguos campesinos necesitan una educación apropiada para los hábitos del trabajo industrial y las nuevas habilidades que éste les exige. Así llega su propuesta de reforma de la escuela. Concibe la escuela como una sociedad en pequeño. Será la nueva comunidad que el niño tendrá en esa desarraigada sociedad industrial. La psicología y la racionalidad se presentan como redentoras en una sociedad que ha perdido sus costumbres y valores. Ellas serán las encargadas de sustituir el hábito y la tradición de una manera consciente. Habla Dewey: “La escuela es un lugar especialmente favorable para estudiar la disponibilidad de la Psicología en la practica social”. Él considera la mente como un instrumento de adaptación y, por tanto, susceptible de ser moldeado durante la experiencia escolar. “Implicándose en la educación, la psicología se convertiría en una hipótesis eficaz”. Pensemos que la psicología que nos plantea Dewey debe ser reflexiva y debe estar gobernada por una moral social. “La psicología nace cuando la moral se hace reflexiva, la moral fija los fines conscientemente y la psicología estudia los medios”. Por tanto, el papel de los psicólogos será enseñar los valores del pragmatismo y la vida urbana. Estos valores son la solidaridad comunitaria y el crecimiento social; no sólo son valores para la escuela sino para todas las instituciones. Él mismo dice que eso comprometerá de manera natural a los psicólogos con la causa progresista. Como vemos, ese papel de tutor social que actualmente tiene la psicología también fue profetizado por Dewey. Para William James, la consciencia individual surgía cuando una nueva circunstancia hacía imperativa al organismo la adaptación a ese medio. Dewey propone el mismo esquema para la sociedad en su conjunto. Una sociedad cambiante que se enfrenta a nuevos retos como la suya necesitaba de una consciencia de sí que la guiara en el proceso, y esta consciencia no sería otra que la psicología. Para él la psicología como consciencia social es una alternativa a la visión aristocrática y clasista de la sociedad, un relevo de la tradición y las ideas heredadas por unos nuevos principios críticos y racionales, fruto del estudio y las demandas sociales, que modele al individuo con esos requerimientos. La función del psicólogo es el estudio de las leyes científicas que rigen la conducta humana, y por ello son los psicólogos los que están en mejores condiciones de construir una sociedad más perfecta. Su antiaristocratismo depende de la idea de adaptar al individuo al todo social dándole una función irreductible y diferencial: “Afirmar la independencia de la racionalidad respecto al mecanismo es limitarla en su pleno sentido a unos pocos (los aristócratas). La nueva sociedad científica nos llevará a un creciente control de la esfera ática. La psicología capacitará al esfuerzo humano para aplicarse racionalmente, con seguridad y sensatez”.
Como vemos, el “progresismo” de Dewey es muy americano, desconfía de la aristocracia y busca un tratamiento equitativo para todos los individuos. Sus fines son el control social, lo que supone imponer orden al desorden, y en la práctica, ordenar y adoctrinar a las masas informes de la sociedad americana. De los medios propuestos por los progresistas quedará la burocracia gubernamental, gobernada por expertos, racional e impersonal. Y de su concepción de la historia nos quedará el ilimitado progreso donde los logros permanentes son siempre desplazados en favor del crecimiento continuo. “La meta final de la vida no es la perfección sino el proceso perpetuo de perfeccionamiento, maduración y refinamiento. El único fin moral es el crecimiento mismo”. Dewey llegará a decir: “El pecado contra el Espíritu Santo tanto tiempo discutido se ha encontrado al fin: es rehusarse a cooperar con el principio vital de mejora”. Dewey solamente replantea de una forma metodológica los dogmas políticos del progresismo liberal. Como en ninguno de los científicos de su época el control social tiene un matiz peyorativo. Sólo el siglo XX nos enseñará hasta qué punto somos incapaces de asumir el control científico de la sociedad junto a los altos valores éticos. Lo que sí ha quedado ha sido el propio control social, ya descarnado de sus fines, pero experimentado por cada uno de nosotros en múltiples ámbitos.
Será porque la parte moral del proyecto de Dewey nunca fue tomada en serio por una ciencia excesivamente preocupada por hacerse necesaria a las demandas sociales. Será porque la investigación estaba sufragada por las grandes empresas o los grandes intereses políticos de esa gran empresa llamada Estado (como es en el caso de las guerras). O será tan sólo que aquellos hombres no preveían las consecuencias de sus propuestas. Lo único que sabemos es que el siglo XX ha sido el más progresista y tecnológico, que nos ha llevado al límite del poder y la impotencia, y que la psicología ha escrito muchos capítulos dictados en esa historia. Tal vez la ingenuidad que sentimos en esas ideas de control social de principios de siglo y la sonrisa que nos provoca no esconda más que la ingenuidad propia de nuestra época. O tal vez, y sirva como ejemplo, la próxima vez que alguien nos hable de cómo el conductismo fue superado por el cognitivismo, nos preguntemos qué era lo que se trataba de imponer a la sociedad en ese preciso tiempo en que los psicólogos hablaban de la metáfora de la mente y el ordenador. De momento, podemos permitirnos afirmar que, al menos históricamente, nuestra actual psicología es una doctrina nacida junto a los principios del progresismo liberal americano, cuyos lemas eran y son: el control social y el estudio de los individuos para la selección y la vigilancia; la eficacia y rapidez de la producción industrial; la reforma de los individuos para adaptarlos a esa tecnología, y el progreso ilimitado de nadie sabe quién.
Óscar Daza Díaz
Extraído de Antipsychollogicum, Ed. Virus
Extraído de Antipsychollogicum, Ed. Virus