USA: La sociedad psiquiátrica avanzada

Con la medicina mental nace una nueva percepción, que distingue un sujeto enfermo, el alienado, en el seno de las categorías antes mal diferenciadas de la desviación, de la delincuencia y de la marginalidad: vagabundos, gentes sin escrúpulos, libertinos, pródigos, locos, criminales, sujetos de mala ralea de todo tipo que transgreden las normas sociales o sexuales. Hablar de alienación mental (luego de psiquiatría) supone que se sepa extraer de esa masa de comportamientos no conformes un agrupamiento especifico de entidades (las nosografías), calificadas de patológicas porque presentan unos síntomas precisos y relativamente estables (trastornos del entendimiento, de la voluntad, de la afectividad). Estos síntomas remiten a una etiología (orgánica o psicológica) establecida “científicamente” y pueden ser tratadas por unos especialistas cualificados (los psiquiatras) en el seno de las instituciones especiales (los manicomios, luego hospitales psiquiátricos).

Sin embargo, tales distinciones han sido siempre frágiles. Suponen la existencia de una división clara entre aquellos que dependen de la psiquiatría porque están “enfermos” y los “normales”, algunos de los cuales pueden depender, por otra parte de otros aparatos represivos tales como la justicia. A partir del siglo XIX, en que dicha dicotomía funcionó aproximativamente, limitando por ello el número de sujetos atendidos, la creciente confusión de las fronteras entre lo normal y lo patológico trajo consigo una progresiva expansión de los dominios de aplicación de la medicina mental. En los Estados Unidos, esta progresión ha seguido cuatro líneas fundamentales de difusión.

En una primera época, ante todo la higiene mental, y luego la psiquiatría comunitaria en su avanzada hacia lo social, se anexionaron un conjunto de prácticas de las que se había excluido al psiquíatra hasta el punto de que había quedado encerrado en su bastión manicomial. Fue el aligeramiento de sus propias nosográficas y de sus propios dispositivos institucionales la medicina el que permitió a la medicina mental ampliar su campo de intervención. El objetivo sigue siendo “la lucha contra las enfermedades mentales”, incluso cuando se intenta prevenir para no tener necesidad de curar.

El principio de la expansión de la psiquiatría descansa aquí sobre la convicción (que parecen acreditar los estudios epidemiológicos dominados por la ideología médica, mostrando que la proporción de gentes necesitada de una asistencia es siempre mayor a la de aquella efectivamente tratada) de que siempre hay más enfermos que curar, o enfermedades que prevenir y que es necesario ir a buscar los gérmenes patógenos allí donde están, en la vida social.

Una segunda línea de difusión consiste, para la psiquiatría, en tomar o retomar a su cargo unas categorías de población que dependen de otros aparatos de control, en particular de la justicia. También aquí el movimiento empezó muy pronto. La percepción de los monómanos criminales, anormales constitucionales, perversos sexuales, personalidades psicopáticas, niños fugados, etc. osciló entre un polo legal y un polo médico. Pero hoy en día por una parte el modelo de tratamiento se aplica a unas categorías nuevas: alcohólicos, toxicómanos, niños con una escolaridad problemática, etc; por otra parte, incluso cuando el delincuente está atrapado por el aparato represivo (por ejemplo, el criminal encarcelado), el modelo del tratamiento tiende a sustituir al modelo de la sanción judicial para justificar el régimen que se le impone y las esperanzas que se alimentan sobre las posibilidades de reformarlo.

Una tercera línea de expansión de la medicina mental es más desconcertante todavía: pasa por la resistencia de ciertos grupos a las instituciones psiquiátricas oficiales. El movimiento de la “contracultura” hizo surgir nuevos problemas ligados al uso de la droga entre los jóvenes de las clases medias, a las reivindicaciones feministas y homosexuales, etc. Las dificultades vividas en este contexto difieren sensiblemente de la sintomatología psiquiátrica tradicional. Además, quienes las sufren rechazan el confiarse a la organización oficial de la psiquiatría, en la cual ven el símbolo del autoritarismo y de los funcionamientos burocráticos que combaten. De ahí la creación de instituciones alternativas —free clinics y grupos diversos de ayuda mutua— para, de algún modo, autogestionar en el seno mismo de la contracultura los problemas de sus miembros en dificultad. Se trata de organizar un medio de vida que respete su intimidad y su humanidad en el momento mismo en que los problemas que sufran les coloquen en situación de dependencia. El carácter paradójico de esta posición explica el destino ambiguo de las instituciones alternativas: si bien marcaron una cierta ruptura en relación a las características más rígidas del funcionamiento de las estructuras médicas clásicas, añadieron también un nuevo eslabón a la cadena de las instituciones de asistencia.

Cuarto principio de difusión: después de los que sufren y los que resisten, los que eligen o creen elegir. Aquí la situación es la relación cliente-médico en el marco de la práctica “liberal”: libre elección del médico y pago del acto instituyen en principio una relación reversible entre los dos “partenaires”. Estamos en el universo del consumo de los servicios y no en el de la imposición forzada de los modelos. Pero en los Estados Unidos esta demanda de cuidados ha superado desde hace tiempo el marco del ejercicio de la psiquiatría o del psicoanálisis privados. La extraordinaria proliferación, desde hace aproximadamente unos diez años, de nuevas terapias (terapias familiares, consejo sexológico, modificación de la conducta, bioenergía, gestalterapia, grito primario, análisis transaccional, etc., y todas las técnicas de grupos de encuentro que se sienten eximidas del deseo de curar) marca el extremado avance de los esquemas de intervención médico-psicológica en la sociedad. Sin embargo, estamos ya en la era del post-psicoanálisis. Estos nuevos demandantes exhiben como síntoma un malestar vital, más que una patología caracterizada: en el límite, es a la normalidad a la que hay que curar. Con la “terapia para los normales” queda virtualmente cubierto todo el espacio social por las nuevas técnicas de manipulación psicológica. (...)

La infancia, primera preocupación

Como sabemos, más vale prevenir que curar: y ¿cuál puede ser el mejor terreno para una intervención precoz (early intervention) sino el de la infancia? En torno a la infancia pronto se han unido todos los profesionales de la sospecha, examinadores, probadores, detectadores de anomalías de todas clases; en torno al niño se ha tejido hoy la más apretada red de procedimientos de tutela y enderezamiento de los comportamientos.

Esta “asistencia” a la infancia empezó (y continúa) operando en instituciones especializadas. Seguramente recordamos (cf. Cap. IV) que los servicios infantiles de los hospitales psiquiátricos y los centros residenciales de tratamiento (Residential Treatment Centers for emotionnally disturbed children) figuran entre las raras instituciones que hoy ven aumentar su población. En numerosos casos, más aún entre los niños que entre los adultos, la calificación psiquiátrica encubre mal unas dificultades de adaptación al medio que evidencian una etiología social o unos conflictos familiares o escolares, mucho más que una franca patología. Si los ingresos pueden realizarse con tal facilidad, es porque la legislación de numerosos Estados autoriza a los padres a disponer de sus hijos menores de dieciocho años con la sola garantía de un certificado médico. Recientes procesos tienden a modificar este estado de cosas concediendo a los niños, a partir de los trece o catorce años, el derecho a ser oídos bajo control judicial antes de su ingreso. Sin embargo, las instancias oficiales de la American Psichyatric Association se oponen a esta evolución bajo el pretexto de que tales audiciones pueden perturbar a los niños y en el nombre del “interés social fundamental de preservar la integridad y la autonomía de la célula familiar”. Junto con las familias, los servicios sociales son los grandes responsables de la institucionalización de los “niños con problemas”. Un ejemplo típico: una mujer negra de I.ouisiana pide ser acogida al Welfare porque su marido acaba de abandonarla. El Departamento decide que hay que colocar a 4 de sus 8 hijos. Un niño de dos años y medio es enviado así, sucesivamente, a tres familias de acogida (foster homes); luego, considerado “afectivamente perturbado” (emotionally disturbed), es colocado en una institución del Estado de Nueva York, a más de mil kilómetros de su casa. Tres años después es trasplantado a otra institución de Texas. “En cada ocasión en que yo le preguntaba a la asistenta social - dice la madre - cuando volvería Joey, ella me respondía que estaba demasiado enfermo, que estaba “afectivamente perturbado”. El niño volvió a su casa tras una class action incoada por su madre. El proceso permitió “descubrir” en Texas setecientos niños originarios de Louisiana. Se calcula en veinte mil, aproximadamente, el número de niños colocados así fuera de su Estado de origen.

“Afectivamente perturbado”, quizá no lo estarían tanto si las condiciones de vida de ciertos establecimientos no fueran éstas: pabellones de cemento sin ventilación, aislamiento durante semanas para los más recalcitrantes, atiborramiento de medicamentos... Dos enfermeros declaran en 1974 ante una comisión senatorial que habían sido despedidos de una institución de este tipo de Florida por haberse negado a administrar unas inyecciones de carbono diorido y de orina como castigo.

Los optimistas, sin duda, verán en ello reminiscencias de otras épocas en vías de desaparición. Nos parece más justo pensar que al precio de algunos arreglos, esa solución institucional se mantiene sobre todo para las categorías sociales más desfavorecidas. Pero el rostro de la modernidad está representado por dispositivos nuevos que se superponen a los antiguos sin anularlos. No se trata sólo de segregar a unas poblaciones ya estigmatizadas, ahora se trata sobre todo de detectar posibles trastornos. El examen sistemático de poblaciones o de grupos de edad enteros es uno de los medios privilegiados de esta nueva estrategia. En 1969, el presidente Nixon pide la opinión del Secretario del Departamento de Salud, Educación y Asistencia sobre un informe de su médico personal, que propone que “el Gobierno someta masivamente a tests psicológicos a todos los niños entre seis y ocho años para detectar a aquellos que tengan tendencias violentas u homicidas”. Los sujetos con “tendencias delictivas” serían sometidos a un “tratamiento correctivo” -consejo psicológico, tratamiento en un centro de salud mental y, para los más jóvenes criminales muy peligrosos, reclusión en campos especiales. El director del National Institute of Mental Health respondió, por el Ministro, que la tecnología de detección no estaba todavía lo bastante avanzada como para que los resultados de tales investigaciones fueran fiables. Pero se están realizando ya exámenes sistemáticos sobre grupos más limitados que se considera presentan riesgos especiales.

Así, todos los niños que se benefician del Medicaid, es decir, cuyas familias son atendidas por él, pasan periódicamente una visita (Early periodic screening and diagnos tic test) que comprende unos exámenes médicos, dentarios, etc., pero también, en algunos Estados, investigaciones psicológicas y conductuales desde la primera infancia. Algunas ciudades inauguraron programas más elaborados. En Baltimore, por ejemplo, varios miles de niños escolarizados, en su mayoría habitantes de los ghettos, fueron sometidos en 1973 a un test que intentaba detectar las “tendencias a la inadaptación” (maladaptives tendancies) y los “delincuentes potenciales”. En Orange Country (California), a los escolares señalados por sus profesores como delincuentes potenciales les fueron asignados consejeros encargados a la vez de ayudarles y de vigilarles. Bajo la cobertura de la prevención, el concepto de “predelincuente” y otras nociones asimiladas acaban por colocar bajo control a gran cantidad de jóvenes que quizá nunca hubieran tenido nada que ver con la justicia. La ambigüedad de la búsqueda de “vías distintas” al encarcelamiento, señalada para los adultos, toma para los jóvenes, cuando se asocia a la ideología de la intervención precoz (early intervention) su figura límite; en las fronteras del absurdo: promueve la intrusión de los especialistas entre las nuevas poblaciones que no han cometido delito alguno, y ello sin las habituales garantías del sistema judicial. Así es como un programa de prevención de la delincuencia implantado en Oakland (California) envía sistemáticamente “consejeros” a las hermanas y hermanos de los jóvenes que han tenido algún asunto con la policía.

Pero es en torno a la escolaridad y por medio de la familia, que se edifica hoy en día el sistema más impresionante de detección y de medicación de las anomalías. Se sabe que la eficacia del sistema norteamericano de educación es particularmente mala. ¿Será por esta razón que, según la lógica consistente en “reprender a la víctima”, se intenta hacer pasar la consecuencia por la causa, imputándoles a los niños la responsabilidad de los malos resultados del aparato escolar? Como en otras partes, pero en Estados Unidos en mayor escala, todo lo que se refiere al fracaso y a la inadaptación escolares es diagnosticado en primer lugar en términos de carencia o de enfermedad individual, y luego remitido a unas técnicas médico-psicológicas o médico- químicas de “asistencia”.
En 1970 el homólogo norteamericano del Secretario de Estado para la Educación proponía un plan según el cual ‘habría en cada escuela un centro de diagnóstico al cual serían conducidos todos los niños a la edad de dos años y medio por su padre o tutor. El objetivo del centro sería el de recoger toda la información posible respecto del niño y de su entorno, con la finalidad de elaborar un programa individualizado de educación. Las investigaciones comprenderían un diagnóstico pedagógico, un diagnóstico médico, visitas a domicilio por un profesional competente, que podría convertirse en el consejero del niño y de la familia. Cuando se hubieran recogido todos esos datos, el Centro sabría todo lo que hay que saber sobre el niño: sus condiciones de alojamiento y su entorno familiar, sus insuficiencias culturales y lingüísticas, sus necesidades de nutrición y de cuidados, y su potencial global como individuo. (..) Estas informaciones, tratadas por medio de un ordenador, serían transmitidas a un equipo especializado que establecería un conjunto de prescripciones detalladas para el niño y, si ello fuera necesario, para la familia.

Las informaciones serían puestas al día, periódicamente, cada varias semanas entre los dos años y medio y los seis años, luego cada seis meses. Serían comunicadas a los servicios de salud de la ciudad o al médico de familia, así como a los demás servicios médicos, educativos o asistenciales que pudieran procurar ayuda. Está claro que los programas G.A.M.I.N. o A.U.D.A.S., actualmente en curso de aplicación en Francia, no han inventado nada nuevo.

Sin embargo, ese proyecto no fue aceptado como tal y esa bella utopía del control tecnocrático total de la infancia no se ha impuesto todavía totalmente. Pero caracteriza a la perfección el espíritu de la política respecto de la infancia que se realiza actualmente. Decenas de programas de investigación, centenas de experiencias, millares de cursos especializados para enseñantes, millones de tests, diagnósticos y evaluaciones de niños realizan progresivamente las condiciones de su encuadre médico-psicológico absoluto. En Nueva York, por ejemplo, un dossier medio de un escolar no incluye menos de una docena de tarjetas que van desde el chequeo dentario a la evaluación de las aptitudes, comportamiento y personalidad del niño, pasando por la contabilidad de todas las infracciones a los reglamentos que haya cometido. La escuela sirve cada vez más de centro de observación y de selección que separa el buen grano de la cizaña, lo normal de lo patológico, y un personal cada vez más numeroso se especializa en la ayuda, el consejo o el tratamiento de aquellos que se podrían llamar los anormales escolares. El Informe de la Comisión Carter insiste de nuevo en 1978 en la necesidad de realizar balances periódicos y completos evaluando el desarrollo de cada niño. Preconiza también “el desarrollo de un sistema de salud y de salud mental basado en la comunidad, en donde las escuelas públicas serían el lugar privilegiado para procurar y asegurar los servicios preventivos y de rehabilitación para los niños y sus familias”.

Las metáforas médicas (prevención, rehabilitación, prescripción, diagnóstico, tratamiento) han penetrado en las prácticas pedagógicas. Una publicación oficial de la educación nacional preveía en 1969 que, hacia 1980, “sería más justo llamar al enseñante un clínico de la educación (learning dinical)”. Ya ahora, en cierta escuela de Pensilvania, que, sin embargo, sólo acoge a niños “normales”, todos los escolares pasan una serie de tests, a continuación de los cuales son repartidos en tres grupos: los que tienen conflictos edipianos (oedipally conflicted), aquellos cuyo desarrollo mental está bloqueado (developmentally arrested) y aquellos cuyo ego está perturbado (ego disturbed). A cada uno de los grupos les corresponde una estrategia pedagógica distinta (teaching strategy) y específica. De este modo, desde ahora, tanto la organización de la vida cotidiana de los alumnos como los principios pedagógicos están dirigidos por unas categorías clínicas de inspiración psicoanalítica, cuya sutileza se puede apreciar de pasada.

Sin embargo, no está claro que la ideología psicoanalítica pueda servir de soporte principal a esta medicalización. Otras dos tecnologías, la intervención medicamentosa y la terapia conductual, parecen hoy en día en vías de suplantarla.

De quinientos mil a un millón de niños en edad escolar son “mantenidos” bajo medicación. Se trata principalmente de niños que entran bajo dos categorías de diagnóstico de las que se hace un uso inflacionista, la “hiperactividad” y el “trastorno cerebral menor” (minimal brain disfunction). El medicamento más corrientemente empleado es un derivado de la anfetamina comercializado por los laboratorios CIBA, el Ritalin (methil-phenidatehydroclorydo). Las primeras indicaciones del Ritalin y de los productos similares estaban limitadas al tratamiento de la fatiga crónica y de ciertas depresiones ligeras de los adultos. Las investigaciones dirigidas a la infancia han sido financiadas por importantes créditos del National Institute of Mental Health y por los laboratorios farmacéuticos. Tras la campaña publicitaria de Ciba- Geigy hacia 1970, la cifra de casos aumentó de manera vertiginosa, al mismo tiempo que la ampliación de las indicaciones para la infancia turbulenta. “¿Es su niño hiperactivo?”, preguntaba un anuncio publicitario de un periódico neoyorquino.

“Un niño que manifiesta un exceso de energía, que se muestra muy agitado, agresivo o impulsivo, a menudo sólo es considerado por los padres que le aman como “un niño como los demás” o como “un diablillo”. Sin embargo, tales comportamientos pueden tener causas ocultas que tendrían efectos nefastos sobre el desarrollo social de este niño o esta niña cuando sean mayores. Consulte a su médico si cree que su niño es un hiperactivo. Su problema será reconocido antes, si lo hay, y será mucho mejor la ayuda que se le podrá aportar para realizar la adaptación social del niño. Existen medicamentos para tratarle, que pueden ser de gran ayuda. Usted o su médico pueden telefonearnos.”

Conferenciantes de los laboratorios proyectan filmes ante auditorios de padres y enseñantes. “Antes” del tratamiento con Ritalin: un monstruo ingobernable; “después”: un angelito. Si su niño le cansa, visite a su médico y compre las píldoras de la tranquilidad. Tal como advertía un médico llamado como testimonio ante una comisión de investigación senatorial: “Que un síntoma que se considera relativamente raro se convierta bruscamente en una enfermedad generalizada de la infancia es una mixtificación. Parece que se nos ha venido encima una masa de niños hiperactivos.”

¿Qué enfermedad es esa que se manifiesta a partir de un control médico generalizado? La noción de “minimal brain disfunction” apareció en los años veinte, cuando los problemas conductuales en la escuela empezaron a ligarse a una etiología neurológica en el marco de las investigaciones sobre la afasia. No se había oído hablar más de ello hasta 1965. Engañosa noción en cuya inconsistencia radica precisamente el mérito, por el hecho de que asocia un trastorno funcional y una lesión cerebral “leve”. Una etiología tal está todavía por probar, evidentemente. De hecho, el trabajo esencial de los “investigadores” consistió en reagrupar un cierto número de síntomas que constituyeran el “espectro del minimal brain disfrunclion” (“MBD spectrum phenomenon”). La mayoría de estos signos clínicos remiten a unas irregularidades de conducta que no sugieren ninguna lesión orgánica. Un autor que sintetizó diez años de literatura médica al respecto, concluyó en primer lugar que “la hiperactividad no es un síntoma específico en el niño; puede corresponderse con ligeras dificultades de adaptación, o a graves lesiones cerebrales o a una esquizofrenia”, y en segundo lugar que “la hiperactividad no es ciertamente sinónimo de síntoma orgánico.

En cuanto al control de los efectos “benéficos” de estos medicamentos, parece que se llevó con la misma desenvoltura. Sin llegar a hablar de los efectos secundarios (habituación, pérdida de peso y estacionamiento del crecimiento en caso de empleo prolongado), se ha advertido con frecuencia que los “síntomas” cesaban durante los períodos de vacación escolar, incluso sin que el niño tomara medicamentos. En cambio, en la medida en que actúa el medicamento no cura la enfermedad o la pseudoenfermedad sino que se contenta con apaciguar los síntomas. La alternativa se sitúa entonces entre el mantener al niño indefinidamente bajo medicación o bien volver a estar en la situación de partida en cuanto cesa el “tratamiento”; a menos que el tal tratamiento no haya dejado ya secuelas irreversibles.

Las dificultades y las controversias ligadas a estas indicaciones, en particular las inconsistencias del síndrome de minimal brain disfunction, condujo en 1975 a la Food and Drug Administration a decidir que éste carecía de fundamento médico suficiente como para ser reconocido como una enfermedad a la que se aplicará un tratamiento medicamentoso específico. Pero los principales síntomas que lo constituían (dificultad de centrar de atención, hiperactividad, impulsividad) continúan siendo “tratados” sin que se tenga siquiera que justificar la intervención con una pseudo-lesión orgánica. Se evidencia así con claridad que el tratamiento va dirigido al comportamiento molesto del niño como tal. El empleo de estas drogas ya no plantea la coartada terapéutica de la curación, para pasar a ser abiertamente un instrumento de control. Como dice claramente un pediatra, dichos medicamentos “normalizan a ese tipo de niño” y así “el niño funciona mejor como niño”. El paso de la terapia al puro control ha sido todavía mejor asegurado con la importación a la escuela o a la cotidianeidad de la vida familiar de técnicas de modificación de la conducta (behavior modification). El hecho de que tales métodos recaigan exclusivamente sobre los síntomas, con exclusión de cualquier acción sobre las causas y la facilidad con la que unos profanos, como los enseñantes y los padres, pueden colaborar en los programas conductistas, es decir conducirlos ellos mismos, han extendido ampliamente su utilización en el campo escolar. Así se ponen en marcha unos programas individualizados de educación completamente racionalizados, que siguen los principios del conductismo. Aparte de su utilización para restablecer la disciplina en las clases y racionalizar el aprendizaje escolar, este enfoque implica a los padres mismos en el control de las conductas indeseables de los niños en función de los criterios de las exigencias y de las intolerancias del sistema escolar.

La educación de los padres es una industria floreciente en los Estados Unidos. Así, por ejemplo, el Parent Effectiveness Training reivindica 8.000 enseñantes (en general trabajadores sociales promocionados) que han ejercido ya, a razón de 50 a 90 dólares el curso, más de 250.000 padres para la resolución de conflictos (conflicts resolution) entre padres e hijos. Las publicaciones de la asociación tienen aún mayor expansión. Otra escuela de padres, el Parent Trainlng Program, se centra de forma más exclusiva en la aplicación de los principios de la modificación conductual. Se enseña a los padres un programa de normalización del comportamiento de los niños, con unos objetivos escalonados en el tiempo y organizados en un diagrama, lo cual da plenas garantías de seriedad a un método “experimental”. Cada una de las reacciones del niño, en la mesa o en el paseo, cuando trabaja o cuando juega, es interpretada como un elemento positivo o negativo en la realización de dicha programación. Los comportamientos deseados son recompensados, los demás son castigados. Existen también numerosos manuales de educación destinados a los padres y basados sobre los principios del aprendizaje social de B.F. Skinner.

Independientemente de aquellos niños que, ya sea porque los trastornos que padecen son más severos, ya sea porque proceden de medios poco favorecidos o por ambas cosas a la vez, se encuentran colocados en instituciones especiales, la infancia como conjunto se convierte en terreno privilegiado de una especie de caza generalizada de las anomalías. En la escuela y en la familia, enseñantes y padres se convierten en benévolos auxiliares de los médicos, psicólogos y demás técnicos competentes, para enderezar irregularidades de comportamiento cada vez más nimias. Se dirá que la escuela y la familia han sido siempre parcelas normativas y normalizadoras. Pero el elemento nuevo es que ahora esta caza de la diferencia se opera por medio de técnicas cada vez más refinadas. El resultado: “Hoy en día millones de niños ya no son considerados como parte de la humanidad ordinaria, niños más tranquilos o mas vivos que la media, niños demasiado agitados o demasiado lentos, sino como sujetos cualitativamente diferentes de la población normal y que, con diagnóstico de “trastorno cerebral leve” (minimal brain disfunction), de “hiperactividad” o de “desórdenes funcionales de la conducta” (functional behavior disorders), forman un grupo aparte”.

William Ryan resumió bajo el título de “Reprender a la víctima” el cuerpo de representaciones y de prácticas, que caracterizan en los Estados Unidos la política respecto a las categorías menos favorecidas o consideradas sospechosas de amenazar el orden establecido: “En primer lugar, hay que identificar el problema social. Luego, estudiar a aquellos que son víctimas del problema y descubrir en qué son distintos de los demás a causa de condiciones de existencia miserables o injustas. En tercer lugar, definir esta diferencia como la causa del problema mismo. Por último, encargar a un burócrata de la administración que invente un programa de acción humanitario para corregir las diferencias”.

Solamente que Ryan es, quizá, demasiado optimista al calificar de humanitarismo al conjunto de “programas” así establecidos. Más exactamente, así es como calificaba las iniciativas desarrolladas en el marco de la “guerra de la pobreza” de los años sesenta. Más tarde se decantaron algunas de las ambigüedades de esa época en la que la generosidad se mezclaba con los trasfondos políticos. Para reducir los conflictos y eliminar o circunscribir las zonas de fragilidad en el orden social, el acento se fue poniendo cada vez más en la eficacia y en la neutralidad de las intervenciones amparadas en los prestigios de la ciencia. Tal situación nos aporta numerosas enseñanzas. En primer lugar, que existe una gama de tecnologías capaces de responder en términos técnicos al conjunto de los “problemas sociales”. Por ejemplo, en el terreno de la delincuencia, el gobierno federal fundó en 1973 en Springfield, Missouri, un programa destinado a servir de modelo a la reestructuración de las cárceles (programa S.T.A.R.T.: Special Treatment and Rehabilitation Training). Los detenidos eran privados de distracciones, lecturas, radio, televisión. Eran constantemente vigilados y, por medio de la adquisición de un comportamiento “justo” en ocho estadios, sus condiciones iban mejorando progresivamente. Una tal planificación completa de la vida del detenido a partir de los principios de la “ciencia” del comportamiento se esperaba que aportara una solución al problema de la gestión de la vida carcelaria, al mismo tiempo que preparara la reinserción social de los presos. Simultáneamente, en el Congreso anual de la American Correctional Association se presentó un pequeño aparato que podía adherirse a la muñeca de los delincuentes en libertad vigilada con el fin de que la policía supiera en todo momento en dónde se encontraban y qué estaban haciendo. En la actualidad existen y esperan ser utilizados dispositivos con fórmulas cuasi matemáticas de manipulación del comportamiento en medios cerrados o mecanismos que permiten un control técnico de la desviación en medios abiertos.

Existe también una presión constante para la aplicación de esas tecnologías a poblaciones nuevas que se han quedado fuera de las esferas de influencia tradicionales de los aparatos jurídicos y médicos clásicos, es decir, la criminalidad declarada y la franca patología. El esquema elaborado por Caplan en psiquiatría (cf. Cap. V) recibe una aplicación generalizada: prevenir los desórdenes, identificar lo antes posibles las situaciones peligrosas, reducir los trastornos antes de que lleguen a ser demasiado graves. Esta estrategia de lucha contra las “plagas sociales” debe permitirse los medios para intervenir, aunque sólo sea bajo la forma de detección, antes del paso al acto patológico o delictivo. La investigación traspasa así necesariamente, en nombre del interés social bien entendido, las fronteras de la vida privada: hay que recoger los indicios de un peligro potencial, incluso cuando permanecen arrinconados en la esfera de la subjetividad. Pero también traspasa las cribas tradicionales entre patología individual y condición colectiva, conducta delictiva y reivindicación política. Efectivamente, para prevenir peligros potenciales es indispensable ejercer una vigilancia mayor entre ciertas poblaciones de “grave peligro”. Como por casualidad, se trata de grupos sociales que pueden tener razones objetivas para no estar satisfechas con el orden establecido. Pero ahí se produce una implicación política que una técnica neutra no debe tener en cuenta. Por ejemplo, tras los disturbios raciales de Detroit en 1967, tres conocidos médicos proponen en una carta al Journal of the American Medical Association una investigación sobre los rebeldes detenidos, para descubrir a aquellos que sufrieran lesiones cerebrales y necesitaran de un tratamiento especial por su “umbral de violencia” particularmente sensible. La URSS no es el único país en el que las fronteras entre la disidencia social o política y la imputación de patología y de criminalidad son frágiles. Hasta el presente, la resistencia organizada frente a la ejecución de esas nuevas técnicas se ha opuesto a su generalización. El programa S.T.A.R.T., por ejemplo, fue denunciado por una huelga de hambre de sesenta y cinco días de los detenidos, dada a conocer por una campaña de prensa, y tal denuncia permitió poner en tela de juicio la aplicación de la modificación conductual en otras prisiones.

Otras propuestas como la de detectar sistemáticamente a todos los niños potencialmente peligrosos no han iniciado todavía su aplicación, por miedo a reacciones demasiado hostiles. Sin embargo, no por ello estos proyectos están enterrados, y resurgen periódicamente bajo distintas formas. En los laboratorios siempre habrá hombres de ciencia desinteresados capaces de poner a punto la última técnica de intervención sobre el hombre; dispuestos a experimentarla de antemano sobre ratas o sobre monos. Siempre habrá en los gabinetes ministeriales administradores responsables que vean en ello la solución de sus problemas. Todo ello en nombre del progreso, del saber, de la eficacia de la gestión de los hombres y del bien de los propios interesados. Esto es lo que puede hacer que las respuestas sean cada vez más difíciles. Mientras que la reducción autoritaria de los comportamientos diferentes se reclamaba de una ideología abiertamente represiva, los compromisos políticos y legales estaban claros. Pero cuando se hace en nombre del tratamiento de las víctimas, es tentador dar crédito a las buenas intenciones de sus promotores. Si bien es cierto que la política de control de las poblaciones marginales está a punto de franquear en este momento un umbral tecnológico, su crítica debe también desplazarse para emprender el análisis de las funciones manipulativas de este enfoque “científico”.
Justificar a ambos lados
Françoise Castel | Robert Castel | Anne Lovell

El presente texto ha sido extraído del libro “USA: la sociedad psiquiátrica avanzada”, Editorial Anagrama. Traducción: Nuria Pérez de Lara.

Extraído de El Viejo Topo, número 51, Diciembre de 1980
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