“Quiero sentir algo que me huela a vida” Triana
[El presente manifiesto no busca provocar juicios estéticos, elucubraciones interpretativas o goce alguno por parte del lector. La contemplación supone el fracaso en el intento de abordar el cambio: subvertir la realidad nada tiene que ver con jugar torpemente a interpretarla. No se persigue ni más ni menos que una sacudida, una llamarada. Estas páginas están condenadas felizmente a arder. Queda por escribir qué arrastrará consigo el incendio.]
[0] Planteamos a las claras la necesidad de despejar el terreno como primer paso en el inicio de un tercer asalto a la sociedad de clases. La labor teórica que asumimos es la de determinar nuestro lugar en dicho asalto, estudiar las potencias, los movimientos y las tácticas necesarias. A su vez, somos conscientes de que cada cual debe llevar a cabo esta tarea de localización por sus propios medios: nadie va a venir a hacerlo por nosotres.
Como psiquiatrizades en lucha, entendemos que el todo social tiene por eje la Norma. La relación de los sujetos con ella comienza desde los primeros años de vida, y no sólo a través de las instituciones de la familia o la escuela, cada vez la medicación con psicofármacos es más temprana: no es nada extraño ver a los médicos recetar tranquilizantes, como si fueran caramelos, a les niñes más “revoltoses”. Sin embargo, entendemos que existe un punto clave (que frecuentemente se produce en las cercanías de la adolescencia, pero no tiene porqué ser siempre así) en el que una gran parte de la gente se plantea que hay algo en la realidad que no acaba de convencerle a une; a menudo, se llega a esta situación a partir de la mirada de les propies padres… ésta suele mostrar que este mundo no es tan estupendo, que la vida no es necesariamente el don tan hermoso que tantas veces nos han repetido. Cuando la duda va tomando forma a base de ostias, de sufrimientos varios, desilusiones, palos y desesperanza, se suelen abrir dos caminos: por un lado, la autodestrucción con todas sus variantes (drogas, suicidio, ostracismo voluntario, etcétera), y por el otro, la inmersión (por un camino o por otro) en las redes del Sistema de salud Mental. Así, te sueles ver, sin acabar de saber cómo, en una consulta de la sanidad pública, en el gabinete de algún terapeuta de los mil pelajes diferentes que ofrece el mercado o directamente atado a una camilla en la sección de psiquiatría de algún hospital. Llegados aquí, suelen pasar dos cosas: bien uno es reducido médicamente y vuelve a incorporarse al funcionamiento social como si casi nada hubiera sucedido (lo cual suele ser más difícil cuanto más intenso ha sido el choque con la Norma), bien uno se introduce en esa espiral crónica (como se suelen encargar de recordarnos los médicos: “Dadas sus características, no deberíamos obsesionarnos con hablar de curarse, sino más bien de poder alcanzar un nivel de vida lo más grato posible”) de caídas-recaídas, medicación y encierro involuntario. Cuando un sujeto que ha llegado hasta este punto se plantea la necesidad de hacer la guerra a la sociedad y su tirano concepto de normalidad, cuando un psiquiatrizado se declara a sí mismo (sin el beneplácito de ningún pastor revolucionario) psiquiatrizado en lucha, enfrentándose a los fármacos, a las órdenes judiciales o a la sucia autoridad científica, se afirma como sujeto revolucionario en este desierto de homogeneidad y desencanto.
La situación en que se encuentra el psiquiatrizado en lucha es la de ser contradicción andante del Tinglado. Es el que dice: los amos a veces se equivocan, sus pronósticos y sus teorías científicas no valen un carajo: estoy aquí, no estoy muerto ni drogado, he vivido y vivo los infiernos de la Máquina y quiero ajustar cuentas. Aquí, el Sistema ha perdido su aire de inocencia y ya es imposible que pueda nunca recuperarlo. Ya no tiene nada con lo que seducirle a uno. La democracia se presenta como la vieja ramera desdentada y cubierta de maquillaje que es. Robada la salud, uno ya no quiere mercancías-chucherías, sino simple y llanamente venganza. He aquí la posibilidad de traer de nuevo el conflicto despojado de cualquier ansia reformista, de los discursos ciudadanistas y socialdemócratas triunfantes en nuestros días. Se inaugura un campo de batalla viejo como la historia del mundo. La Norma contra el loco al que no le da la puta gana morirse. Esta sociedad tan perfecta, tan inquebrantable y seductora, tiene pues un enemigo que la ha visto desde dentro y desde fuera, que no reproduce los comportamientos asignados, un fantasma que aguarda a la vera de los caminos con los dientes apretados.
Sabemos cómo funcionan los engranajes de nuestra ruina, ahora es necesario hacer de cada une de nosotres un estratega. Desde luego, nos encontramos en una posición privilegiada: no nos comprarán subiéndonos los salarios, no nos callarán prestándonos espacios ni infraestructuras, no pueden negociar con nosotres por la sencilla razón de que ni siquiera nos pueden ver. El odio está demasiado dentro y no será fácil de extirpar.
No queremos hacer promesas de un mundo mejor. Queremos otra cosa, y eso supone incendiar el presente. Hasta entonces, no le encontramos sentido a especular más allá. No tenemos nada que vender, no pretendemos convencer a nadie.
No hemos llegado soles al dolor, nos caímos porque nos empujaron. Un mundo nos arrastró hasta el agujero, y un mundo pagará por ello.
[1] Para comprender algo en nuestros días, es absolutamente necesario servirnos de lo que se nos oculta.
(...) [3] Nos hemos creído toda la mierda que, desde críos, nos han hecho tragar, hemos reproducido el sutil mecanismo de poder por el cual una imposición se nos convierte en valor. Pero desde que intuimos el funcionamiento de este mecanismo, podemos avisar de que inventar un nombre no es solucionar un problema. Somos el claro ejemplo de este hecho. Imbéciles, enajenades, idiotas, loques, débiles mentales... ¡Guerra al mundo que os declaró hace tanto tiempo la guerra!
[4] ¿Os acordáis cuando éramos canijes?, ¿cuando en la escuela, todos los días, algún niñe vomitaba, y el bedel tenía preparado siempre un cubo de serrín?, ¿cuántos de vosotres vomitáis ahora en el tajo, en el aula, en la consulta del doctor?, ¿no comprendéis? Nos hemos acostumbrado al asco.
(...) [6] Mejor ganando un mundo distinto del que perdimos, que habitando aquel basurero de sueños. Mejor guerreando que atrofiado, viviendo horas muertas. Mejor en el delirio que en la pesadilla cotidiana. Mejor abriendo brechas que dormitando en nichos. Mejor loco que zombie. (...)
[El presente manifiesto no busca provocar juicios estéticos, elucubraciones interpretativas o goce alguno por parte del lector. La contemplación supone el fracaso en el intento de abordar el cambio: subvertir la realidad nada tiene que ver con jugar torpemente a interpretarla. No se persigue ni más ni menos que una sacudida, una llamarada. Estas páginas están condenadas felizmente a arder. Queda por escribir qué arrastrará consigo el incendio.]
[0] Planteamos a las claras la necesidad de despejar el terreno como primer paso en el inicio de un tercer asalto a la sociedad de clases. La labor teórica que asumimos es la de determinar nuestro lugar en dicho asalto, estudiar las potencias, los movimientos y las tácticas necesarias. A su vez, somos conscientes de que cada cual debe llevar a cabo esta tarea de localización por sus propios medios: nadie va a venir a hacerlo por nosotres.
Como psiquiatrizades en lucha, entendemos que el todo social tiene por eje la Norma. La relación de los sujetos con ella comienza desde los primeros años de vida, y no sólo a través de las instituciones de la familia o la escuela, cada vez la medicación con psicofármacos es más temprana: no es nada extraño ver a los médicos recetar tranquilizantes, como si fueran caramelos, a les niñes más “revoltoses”. Sin embargo, entendemos que existe un punto clave (que frecuentemente se produce en las cercanías de la adolescencia, pero no tiene porqué ser siempre así) en el que una gran parte de la gente se plantea que hay algo en la realidad que no acaba de convencerle a une; a menudo, se llega a esta situación a partir de la mirada de les propies padres… ésta suele mostrar que este mundo no es tan estupendo, que la vida no es necesariamente el don tan hermoso que tantas veces nos han repetido. Cuando la duda va tomando forma a base de ostias, de sufrimientos varios, desilusiones, palos y desesperanza, se suelen abrir dos caminos: por un lado, la autodestrucción con todas sus variantes (drogas, suicidio, ostracismo voluntario, etcétera), y por el otro, la inmersión (por un camino o por otro) en las redes del Sistema de salud Mental. Así, te sueles ver, sin acabar de saber cómo, en una consulta de la sanidad pública, en el gabinete de algún terapeuta de los mil pelajes diferentes que ofrece el mercado o directamente atado a una camilla en la sección de psiquiatría de algún hospital. Llegados aquí, suelen pasar dos cosas: bien uno es reducido médicamente y vuelve a incorporarse al funcionamiento social como si casi nada hubiera sucedido (lo cual suele ser más difícil cuanto más intenso ha sido el choque con la Norma), bien uno se introduce en esa espiral crónica (como se suelen encargar de recordarnos los médicos: “Dadas sus características, no deberíamos obsesionarnos con hablar de curarse, sino más bien de poder alcanzar un nivel de vida lo más grato posible”) de caídas-recaídas, medicación y encierro involuntario. Cuando un sujeto que ha llegado hasta este punto se plantea la necesidad de hacer la guerra a la sociedad y su tirano concepto de normalidad, cuando un psiquiatrizado se declara a sí mismo (sin el beneplácito de ningún pastor revolucionario) psiquiatrizado en lucha, enfrentándose a los fármacos, a las órdenes judiciales o a la sucia autoridad científica, se afirma como sujeto revolucionario en este desierto de homogeneidad y desencanto.
La situación en que se encuentra el psiquiatrizado en lucha es la de ser contradicción andante del Tinglado. Es el que dice: los amos a veces se equivocan, sus pronósticos y sus teorías científicas no valen un carajo: estoy aquí, no estoy muerto ni drogado, he vivido y vivo los infiernos de la Máquina y quiero ajustar cuentas. Aquí, el Sistema ha perdido su aire de inocencia y ya es imposible que pueda nunca recuperarlo. Ya no tiene nada con lo que seducirle a uno. La democracia se presenta como la vieja ramera desdentada y cubierta de maquillaje que es. Robada la salud, uno ya no quiere mercancías-chucherías, sino simple y llanamente venganza. He aquí la posibilidad de traer de nuevo el conflicto despojado de cualquier ansia reformista, de los discursos ciudadanistas y socialdemócratas triunfantes en nuestros días. Se inaugura un campo de batalla viejo como la historia del mundo. La Norma contra el loco al que no le da la puta gana morirse. Esta sociedad tan perfecta, tan inquebrantable y seductora, tiene pues un enemigo que la ha visto desde dentro y desde fuera, que no reproduce los comportamientos asignados, un fantasma que aguarda a la vera de los caminos con los dientes apretados.
Sabemos cómo funcionan los engranajes de nuestra ruina, ahora es necesario hacer de cada une de nosotres un estratega. Desde luego, nos encontramos en una posición privilegiada: no nos comprarán subiéndonos los salarios, no nos callarán prestándonos espacios ni infraestructuras, no pueden negociar con nosotres por la sencilla razón de que ni siquiera nos pueden ver. El odio está demasiado dentro y no será fácil de extirpar.
No queremos hacer promesas de un mundo mejor. Queremos otra cosa, y eso supone incendiar el presente. Hasta entonces, no le encontramos sentido a especular más allá. No tenemos nada que vender, no pretendemos convencer a nadie.
No hemos llegado soles al dolor, nos caímos porque nos empujaron. Un mundo nos arrastró hasta el agujero, y un mundo pagará por ello.
[1] Para comprender algo en nuestros días, es absolutamente necesario servirnos de lo que se nos oculta.
(...) [3] Nos hemos creído toda la mierda que, desde críos, nos han hecho tragar, hemos reproducido el sutil mecanismo de poder por el cual una imposición se nos convierte en valor. Pero desde que intuimos el funcionamiento de este mecanismo, podemos avisar de que inventar un nombre no es solucionar un problema. Somos el claro ejemplo de este hecho. Imbéciles, enajenades, idiotas, loques, débiles mentales... ¡Guerra al mundo que os declaró hace tanto tiempo la guerra!
[4] ¿Os acordáis cuando éramos canijes?, ¿cuando en la escuela, todos los días, algún niñe vomitaba, y el bedel tenía preparado siempre un cubo de serrín?, ¿cuántos de vosotres vomitáis ahora en el tajo, en el aula, en la consulta del doctor?, ¿no comprendéis? Nos hemos acostumbrado al asco.
(...) [6] Mejor ganando un mundo distinto del que perdimos, que habitando aquel basurero de sueños. Mejor guerreando que atrofiado, viviendo horas muertas. Mejor en el delirio que en la pesadilla cotidiana. Mejor abriendo brechas que dormitando en nichos. Mejor loco que zombie. (...)
Extraído de Enajenadxs, #7