Las minorías revolucionarias

"Todo lo que afirmáis es muy justo -nos dicen con frecuencia nuestros contradictores-. Vuestro ideal del comunismo y anarquía es sublime, y su realización implantaría el bienestar y la paz sobre la tierra; pero sois muy pocos para defenderlo, escaso el número de los que lo comprenden, y apenas unas cuantas docenas los hombres bastante desinteresados que propagan su advenimiento. Sois una insignificante minoría, un débil grupo diseminado por todas partes, perdido en medio de una multitud indiferente, y frente a un enemigo terrible, bien organizado, en posesión de armas, capital, instrucción: la lucha que habéis emprendido es superior a vuestras fuerzas."

He ahí la objeción que sale continuamente de los labios de nuestros mejores contradictores, y algunas veces hasta de nuestros enemigos.

Veamos, pues, lo que hay de cierto en esta objeción.

Que nuestros grupos sean una ínfima minoría comparada con los millones de habitantes que pueblan la tierra no admite ninguna duda. Todos los grupos defensores de un ideal nuevo han empezado siempre siendo una pequeña minoría; y nosotros es casi seguro que continuemos siendo escasos en número hasta el día de la revolución. ¿Pero puede ser esto en modo alguno un argumento contra nosotros? Actualmente los oportunistas son mayoría. ¿Y es que por eso deberíamos nosotros hacernos oportunistas? Hasta 1790, los realistas y los constitucionalistas eran mayoría: ¿por esa razón deberían los republicanos de entonces haber renunciado a sus ideas y hacerse también realistas, precisamente cuando Francia marchaba a pasos de gigante hacia la supresión de la realeza?

Que seamos pocos no nos importa: la cuestión no es ésa. Lo que nos interesa es saber si las ideas libertarias están conformes con la evolución que se produce en este momento en el espíritu humano, y sobre todo en los pueblos latinos, y sobre este punto no cabe duda. La evolución no se produce en sentido autoritario, sino en el sentido de la libertad individual, de la libertad del grupo productor y consumidor, de la autonomía del municipio, del grupo de la federación libre. La evolucionó va hacia la preponderancia del individualismo propietario, sino hacia la producción y el consumo común. El comunismo en las grandes ciudades no asusta a nadie, tratándose sobre todo del comunismo libertario. En las pequeñas poblaciones la evolución se opera en el mismo sentido y, aparte algunas comarcas, tanto de Francia como de otros países, donde determinadas circunstancias sociales contienen el progreso de la evolución, los campesinos marchan en ciertas relaciones hacia el comunismo en los instrumentos de trabajo. Por esto, cada vez que exponemos nuestras ideas a las masas, cada vez que les hablamos en lenguaje sencillo, comprensible, apoyado con los ejemplos prácticos de la revolución tal como nosotros la entendemos, se nos acoge siempre con aplausos en los grandes centros industriales, igual que en las pequeñas poblaciones rurales.

Y estas manifestaciones son lógicas y espontáneas. Si nuestro ideal de libertad y comunismo fuera el resultado de la especulación filosófica, salidos de los sombríos gabinetes de estudio de los sabios, es seguro que estos hermosos principios no hubieran hallado eco en ninguna parte. Pero estas dos ideas han nacido de las entrañas mismas del pueblo; son el enunciado de lo que dicen y piensan los obreros y los campesinos, cuando salidos de la rutina cotidiana vislumbran en el porvenir un mundo mejor; son el resultado de la evolución lenta que se ha efectuado en los espíritus en el curso de este siglo; son el concepto popular de la transformación que va a operarse dentro de poco para la implantación de la justicia, la solidaridad y la fraternidad entre las ciudades y las aldeas. Como son nacidas del pueblo, él es quien las aclama cada vez que se le exponen con sencillez y claridad. En esto radica precisamente su verdadera fuerza y no en el número de sus adherentes activos, agrupados y organizados, con entereza suficiente para arrastrar las consecuencias de la lucha y burlarse de los peligros que lleva consigo el trabajar para la revolución popular. El número de éstos aumenta sensiblemente; pero hasta la víspera misma de la sublevación general, que se convertirá en imponente mayoría, continuaremos siendo, como hoy, escasos de número.

La historia nos demuestra que los que fueron minoría la víspera de la revolución son fuerza predominante al día siguiente, si representan la expresión verdadera de las aspiraciones populares, y si la revolución dura bastante tiempo para que la idea revolucionaria pueda extenderse, germinar y producir sus frutos; porque no debemos olvidarlo; con una revolución de uno o dos días no podremos transformar la sociedad en el sentido del comunismo y la anarquía; una sublevación de pocos días no puede hacer más que derribar un gobierno para poner otro. Puede reemplazar un Napoleón por un Julio Favre, pero no puede cambiar en nada las instituciones fundamentales de la sociedad. Se necesitará un período insurreccional de muchos años para consolidar con la revolución un nuevo régimen en la propiedad y las agrupaciones humanas. Para derribar el régimen feudal agrícola y la omnipotencia del rey, fue necesaria una insurrección de cinco años (1788-1793); para destruir el feudalismo burgués y la omnipotencia de la plutocracia, se necesitará cada vez más.

Pues bien, durante este período de excitación, cuando el espíritu trabaja con acelerada rapidez, cuando todo el mundo, lo mismo en las ciudades suntuosas que en las sombrías cabañas, se toma interés por la cosa común, se discute, se habla, se intenta convertir al vecino, será cuando la idea anarquista, sembrada hoy por los grupos existentes, podrá germinar, producir sus frutos y precisarse en el espíritu de las grandes masas. Los indiferentes de hoy serán entonces partidarios convencidos de la nueva idea; así ha sido siempre el progreso de las ideas, y la gran Revolución francesa nos puede servir de ejemplo.

Es cierto que esta revolución no fue tan intensa como la que nosotros propagamos. No hizo más que derribar a la aristocracia para colocar en su puesto a la burguesía; no tocó el régimen de la propiedad individual; al contrario, lo reforzó, puesto que fue ella la que inauguró la explotación burguesa. Pero en cambio alcanzó un resultado inmenso para la humanidad, aboliendo por la fuerza, procedimiento mucho más eficaz que el de las leyes; abrió la era de las revoluciones que se suceden con pequeños intervalos y que nos aproximan más cada día a la gran revolución social; dio al pueblo francés esa impulsión revolucionaria sin la cual los pueblos vivirían aún en la más abyecta de las opresiones; legó al mundo una corriente de ideas fecundas para el porvenir, despertó en los espíritus la rebeldía y dio educación revolucionaria a los pueblos, y sobre todo al pueblo francés.

Si en 1871 Francia hizo la Comuna y hoy acepta el comunismo libertario mientras que los demás pueblos están todavía en el período autoritario o constitucionalista, es porque a últimos del pasado siglo luchó durante cuatro años para hacer la revolución que lleva su nombre.

Recordemos, aunque sólo sea de paso, el triste cuadro que Francia ofrecía algunos años antes de la revolución, y veremos cuán exigua minoría representaban los enemigos del poder realista y feudal.

Los campesinos vivían en una miseria y en una ignorancia tan grande que hoy nos sería muy difícil formarnos una idea. Perdidos en aldeas sin comunicaciones regulares, ignoraban lo que sucedía a veinte leguas de distancia; estos seres encorvados perpetuamente a la tierra, habitando en míseras chozas, víctimas de las peste y el hambre, perecían condenados a eterna servidumbre. La insurrección en común era imposible; al menor intento de rebeldía aparecía la soldadesca, asesinaba a diestro y siniestro a todo el mundo, y colgaba a los directores o iniciadores del motín cerca de las fuentes, u otros sitios frecuentados, para imponer el terror y la sumisión. Apenas si algunos audaces propagandistas recorrían de incógnito los villorrios, predicando el odio contra los opresores y despertando en escaso número la esperanza de una sociedad más humanitaria; apenas si los hambrientos se atrevían a pedir pan u osaban tímidamente protestar contra los impuestos. Hojead los archivos de algunos pueblos solamente y os convenceréis de esta verdad.

En cuanto a la burguesía, lo único que la caracterizaba era la cobardía; sólo algunos individuos aislados intentaban raramente atacar al gobierno y despertar el espíritu de rebeldía con actos audaces. Pero la gran masa burguesa doblaba vergonzosamente el espinazo ante el rey y su corte, ante la nobleza y ante los mismo criados de la nobleza. Quien quiera convencerse de lo que decimos, que lea las actas municipales de aquella época y verá de qué vil bajeza estaba impregnada aquella burguesía antes de 1789. De sus palabras se desprendía la más innoble cobardía que registra la historia, a pesar de Louis Blanc y otros aduladores de la burguesía, que las aplauden. Los raros revolucionarios de aquella época lo observan al mirar a su alrededor, y Camilo Desmoulins pronunció con razón estas palabras: "En 1780 éramos apenas una docena de republicanos en todo París".

Y, sin embargo, qué transformación cuatro años más tarde. En cuanto la fuerza de la realeza empezó a desmembrarse por el carácter de los acontecimientos, el pueblo tomó parte en la insurrección. Durante el año 1788, se iniciaron algunos pequeños motines parciales por los campesinos de ciertas regiones; como las huelgas parciales de nuestros días, estallaban en varios puntos de Francia a un mismo tiempo; pero poco a poco se extendieron, se generalizaron, tomaron un carácter más radical, se hizo más difícil dominarlas.

Dos años antes nadie se atrevía a pedir una pequeña disminución en la tributación señorial -como hoy se pide un aumento en los salarios- y dos años después, en 1789, los campesinos ya no se contentaban con tan poca cosa. Una idea general surgió súbitamente de la multitud: la de sacudir completamente el yugo de la nobleza, del clero y del burgués propietario. Apercibidos los campesinos de que el gobierno se desmembraba y perdía sus fuerzas para contener el motín, se sublevaron contra sus enemigos. Los hombres más resueltos prenden fuego al castillo feudal, mientras que la masa sumisa y miedosa espera que las llamas del incendio lleguen hasta las nubes para atar a los cobradores de impuestos en los mismo instrumentos de suplicio donde perecieron los precursores del jacobinismo. Ven con extrañeza que la tropa no llega para reprimir el motín; está ocupada en otra parte, y la sublevación se propaga de aldea en aldea con tanta rapidez que a los pocos meses la mitad de Francia es presa del incendio.

Mientras que los futuros revolucionarios de la burguesía se postergaban aún delante del rey, y mientras los grandes personajes de la futura revolución intentaban dominar los motines, arrancando a los poderosos irrisorias concesiones, los pueblos y las ciudades se sublevaban, mucho antes de que tuviera lugar la famosa reunión de los Estados generales y de que Mirabeau pronunciara sus fogosos discursos. Cientos de motines -Taine conoce trescientos- estallaban en los pueblos antes de que los parisienses, armados con picas y viejos cañones, tomaron la Bastilla.

Desde este momento fue imposible dominar la revolución. Si hubiera estallado en París solamente, si no hubiera sido más que una revolución parlamentaria, la brutalidad de la fuerza hubiera podido ahogarla en sangre, y las hordas de la contrarrevolución hubieran paseado de ciudad en ciudad la bandera blanca, degollando sin cuartel a los campesinos y a los haraposos muertos de hambre. Pero afortunadamente, desde el principio, la revolución había tomado otro carácter. Había estallado casi simultáneamente en mil puntos distintos; en cada población, en cada aldea, en cada ciudad de provincia, las minorías revolucionarias, fuertes por su audacia y por el apoyo que hallaban en las aspiraciones del pueblo, se dirigían a la conquista de los castillos feudales, tomaban al asalto los ayuntamientos, la Bastilla, aterrorizaban a la aristocracia, a la alta burguesía, y abolían los privilegios. La minoría empezó la revolución y arrastraba consigo a la multitud.

Lo mismo sucederá con la revolución que nosotros anunciamos. La idea del comunismo libertario, representada hoy por una pequeña minoría, pero que adquiere cierto dominio en el espíritu popular, acabará por reconquistar la gran masa. Los grupos esparcido por todas partes, pocos numerosos, pero fuertes por el apoyo que hallarán en el pueblo, levantarán un día la bandera roja de la insurrección, estallando en muchos puntos a un mismo tiempo, impedirá el establecimiento de un gobierno cualquiera, capaz de contener los sucesos; y la revolución seguirá su camino hasta que haya concluido su misión: la abolición del Estado y de la propiedad individual.

Cuando esto llegue, la minoría actual se convertirá en imponente mayoría, en la masa de todo el pueblo y, en lucha contra la propiedad individual y el Estado, implantará el comunismo y la anarquía.

Piotr Kropotkin

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